lunes, 2 de diciembre de 2013

SOBRE "LAS MENINAS" DE VELÁZQUEZ

A juzgar por la primera impresión que tenemos al ver “Las Meninas”, pareciera que Velázquez está pintando justo el cuadro que estamos observando. Lo que el pintor, la infanta y otros personajes del cuadro están viendo con su mirada fija hacia adelante, es lo mismo que nosotros vemos, como si pintara frente a un espejo. Sin embargo hay un elemento que nos hace dudar ¿qué hace precisamente un espejo al fondo de la habitación, ignorado por todos los personajes, presentándonos una realidad distinta? Frente a Velázquez y los personajes se encuentran nada menos que los reyes de España: Felipe IV y la reina Mariana de Austria. Pareciera así que los pinta a ellos, pero ¿y entonces quién pintó el cuadro donde se plasma a Velázquez pintando a los reyes? ¿Dónde está este hipotético segundo artista colocado, si parece captarlos de frente? ¿Quién está ahí? ¿Velázquez? ¿Los reyes de España? ¡El espectador del cuadro! Indudablemente quien está ahí es quien observa y a la vez es observado por los personajes. Es la razón para quien el cuadro se pinta ¿O es que acaso un cuadro no se pinta para ser observado? Observar en el contexto de un cuadro es en plena forma un ejercicio de poder, pero ¿quién lo ostenta? ¿Velázquez, quien pareciera mirarse, captando los detalles de sí mismo y que enarbola en su mano diestra (acaso siniestra) la herramienta creadora, hacedora de todo que constituye el pincel, mientras con la otra mano sostiene la paleta dotada con la sustancia vital que hace emerger al cuadro de la nada y es capaz, incluso de concebirse a sí misma? ¿Acaso los reyes de España que se nos muestran como un poder difuso, que ocupa el fondo de la habitación en quien nadie repara, pero que parecen acaparar las miradas con una inusitada irrupción? ¿Acaso soy yo, quien observa el cuadro, y se siente perseguida por las miradas atónitas de un grupo de personas que pensarían en mí como una intrusa? ¡Pero si son ellos, quienes con su mirada fija en mi persona me convocan! Somos todos los integrantes del cuadro (porque al mirarlo me siento inevitablemente parte de él, espectadora desde la cuarta pared de un lienzo convertido de pronto en foro teatral), reflejos en un espejo en constante movimiento. Somos, quienes moramos al otro lado de la tela, transposiciones, investidura simbólica de un poder que se despersonaliza, pero que no por ello deja de ser, de desplazarse amo y señor del cuadro. Somos fantasmas, actos fallidos del autor y de los personajes que nos miran. Somos el inconsciente de la infanta que sueña y al soñar nos desentraña. Somos el otro para cada personaje, somos el Otro ante nuestro propio nublado juicio ¡Y nos hablamos! El cuadro nos está representando a través de nuestra propia ausencia. Somos una careta de rey con brazo y mirada de artista. Nos movemos en un eterno juego de espejos que invierte el sentido de lo real al infinito: Invertido-revertido-invertido-revertido-Invertido-revertido… divertido-pervertido. Lo que nos esconde el cuadro que desdeñosamente nos ofrece la espalda, se asemeja al sueño de nuestro propio asesinato, donde el criminal mantiene siempre oculta su faz, entonces Velázquez se nos presenta como un malicioso voyeur, quien conoce una verdad que nunca habrá de develarnos; testigo de un crimen que ha de quedar impune. Con lo que perversamente Velázquez cuenta, es con el principio de falaz reciprocidad: Nosotros somos testigos del acto en que Velázquez atestigua y guarda, pero a diferencia suya, nosotros no tenemos más remedio que callar y observar, como quien mira desde la sombra un acto obsceno a través de la cerradura de una puerta, mientras Velázquez comete su acto de silencio con lujo de luz y claroscuro, haciendo gala de premeditación, alevosía y ventaja. Es nuestro acto recíproco de indiscreción, el significado estable ubicado sobre un significante que constantemente se desplaza y que puede adoptar mil caras.

No hay comentarios: