lunes, 28 de abril de 2014

REFLEXIONES SOBRE LA PELÍCULA HANNAH ARENDT

Existe en la película una escena en que Hannah Arendt, discutiendo con el filósofo alemán Martin Heidegger, su maestro y amante, le espeta su rechazo ante la aterradora idea de un “Pensamiento apasionado”. Del propio diálogo se desprende que Heidegger pone en tela de juicio la idea de la filosofía clásica (y que se expresa en el Fedro de Platón), de la razón y la pasión como opuestos, donde la razón debe prevalecer sobre y dirigir a la pasión. Por tanto, algo como un pensamiento apasionado, donde ambos confluyen, sin intentos de dominio de uno sobre otro, donde quizás ambos son una misma cosa, se presenta como toda una revolución según la propia película. Esta misma idea nos lleva a poner en tela de juicio muchos, si no es que todos los conceptos y valores ético-morales de la civilización occidental contemporánea. Es el lugar de la paradoja tan bien identificado por el psicoanálisis y sobre el que Lacan abordó cuando explicitó el carácter conjetural de la ciencia psicoanalítica. Vale la pena iniciar este análisis partiendo de una cuestión aparentemente anecdótica dentro de la trama, pero que nos presenta un interesante antecedente con respecto a las motivaciones de Arendt. ¿Por qué, una alumna brillante como Arendt que, en tanto judía y ex reclusa en un campo de detención, ve confrontadas sus más profundas convicciones a partir de las actitudes pro nazis de su gran maestro, sin embargo, decide continuar con él? Surge entonces la cuestión: Si Arendt ama y sigue el pensamiento de Heidegger ¿por qué la expresión de ese mismo pensamiento le confronta tanto? Es claro que por su historia de vida, pero entonces ¿Por qué, si la expresión del pensamiento de Heidegger en un tema de capital importancia es tan diametralmente opuesto al de ella, decide quedarse como discípula, para seguir empapándose de ese mismo pensamiento? ¿Cuál es esa parte de él, de su saber o de la dinámica entre ambos, que hace la diferencia en ella? Pensar; ese diálogo interno entre el yo y el yo mismo, es una labor solitaria, pero, en tanto que humana, no puede menos que verse permeada por la pasión y el deseo: por el Agalma platónico. Aun cuando le parece aterrador, Hannah misma parece moverse a partir de este pensamiento apasionado: desde mi óptica, no queda clara la frontera entre la mujer amante y la brillante discípula. Veo otra expresión de pensamiento apasionado cuando, en mayo de 1960, la policía secreta israelí, violando tratados internacionales en la materia, ingresando previamente de manera ilegal en Argentina, captura sin más a Adolph Eichmann considerándolo un criminal de guerra. Esto me lleva a una nueva cuestión: ¿es posible ejercer justicia a través de la violación explícita de la ley? ¿Cuál sería entonces la esencia de eso que llamamos justicia y ley? ¿Son acaso lo mismo? De nueva cuenta la razón, el afán de justicia no domina a la pasión, expresada en el rencor profundo ante los genocidas, sin embargo, de no haber sido así, de haber recurrido a las instancias legales argentinas e internacionales, lo más probable es que Eichmann, en caso de ser detenido, habría sido extraditado a Alemania y hubiera cumplido una condena benévola, lo cual habría sido, ante los ojos de un mundo aterrorizado por la Shoah, y ante el pueblo israelí, una enorme injusticia e incluso una burla. En este segundo caso, en que Israel hubiera respetado los procedimientos establecidos ¿habríamos hablado de plena justicia? De nuevo nos parece que esa entidad llamada justicia y su “naturaleza”, son demasiado etéreas. Es claro que toda esta maquinaria echada a andar para detener a los líderes nazis que habían logrado escapar a los Juicios de Nüremberg, cumplía afanes políticos, reivindicativos de un pueblo y de una nación. Por ello no puede haber menos que una justicia con sesgo, pues es impensable un juicio imparcial donde el acusado tuviera la mínima posibilidad de salir absuelto. Apreciamos entonces un proceso jurídico plagado de una teatralidad tan clara para Eichmann, que no puede menos que asumir una actitud de enfado y desprecio (lo cual además viene muy bien para los objetivos del juicio) ante los arranques emotivos de los testigos de cargo. No quiero decir con ello que sean actuados, sino que fueron deliberadamente escogidos por la fiscalía: Lo importante no es la declaración en sí misma, sino el efecto psicológico que causa en el jurado una víctima que, sin poder continuar con su declaración, cae al suelo en un arranque de pánico. Eichmann expresa entonces, con sobrada razón, sentirse “como un bistec siendo frito”. Existe a la vez un pensamiento apasionado en Hanna Arendt, quien, habiendo sido víctima del régimen nazi y recluida en el campo de detención de Gurs, durante la llamada “Francia de Vichy”, habiendo sufrido la violencia extrema y habiendo escapado de una muerte segura, se plantea, desde su lugar de filósofa, comprender, dotar de significado a un acto tan irracional como el holocausto (¿puede lograrse tal objetivo desde la mera visión de la filosofía?), lo cual implica, desde luego, indagar en la motivación del otro. Aunque ella se plantea explícitamente abordar la cuestión desde una óptica estrictamente filosófica, como es de suponer, en los hechos no logra evadir sus propias emociones, su pasión personal en la labor, no logra dejar fuera su necesidad de explicarse y resignificar (catarsis en busca de abreacción) tal brutalidad que ella vivió en carne propia, pero paradójicamente, es justo ese lapsus, el que la lleva a contemplar el proceso desde un lugar distinto al de un gobierno, un pueblo judío, orgullosos y empoderados por su recién creado Estado de Israel, con motivos directos para el linchamiento público de Eichmann y una opinión pública internacional influenciada por una ideología que cobró auge sólo a partir del hecho de que Alemania perdiera la guerra ¿Acaso pensaríamos igual sobre el régimen nazi, sobre el holocausto y sus ejecutores si Alemania hubiera vencido? ¿Los nazis habrían sido los héroes y entonces el genocidio habría representado un “daño colateral”, como suele decirse en otros contextos? Arendt sólo a partir de la intromisión de sus propias necesidades emotivas logra formular postulados ajenos a la norma ideológica, genuinamente filosóficos, sobre la esencia del mal y los regímenes totalitarios. ¿Podemos entonces calificar de imparciales sus reflexiones? Desde luego que no, pero tampoco podríamos por ello, juzgarlas como erradas, ni mucho menos restarles mérito. Obviamente, también existe un pensamiento apasionado entre la sociedad judía de Estados Unidos y del propio Israel, al condenar la obra de Arendt y prejuzgarla como una traidora defensora de Eichmann y de los nazis. Existe en la presión ejercida por el Estado israelí al censurar la aparición del libro. Existe, mejor dicho, la intención totalmente consciente, de aprovechar el arranque emotivo que despertaron las reflexiones de Arendt, para desvirtuar la idea de una posible complicidad de los líderes judíos respecto al holocausto. Es importante señalar la confusión, deliberada desde el gobierno israelí, e irreflexiva desde las comunidades judías, que surge entre la aseveración original de Arendt sobre “algunos líderes judíos fueron cómplices” y “(todos) los judíos fueron cómplices”, además de la que existe entre la afirmación “por un motivo u otro fueron cómplices”, lo cual tiene un carácter meramente circunstancial, a la interpretación en el sentido de que tal complicidad fuera deliberada . En este contexto también es importante considerar lo dicho antes de la publicación de los textos, dentro de la editorial del New York Times: “Nuestros lectores no quieren disertaciones filosóficas, sino saber lo que hizo el nazi Eichmann”, lo cual nos remite, además de al tema del circo mediático para satisfacer los afanes sádicos del público, a la reflexión sostenida por Heinrich, esposo de Hannah, en el sentido de pretender juzgar a la historia a través de un solo hombre. ¿Es posible, justa y/o lícita tal empresa? Hablando estrictamente sobre el contenido filosófico de su indagación sobre el juicio de Eichmann, Arendt señala que el objetivo de los campos de concentración consistió en pervertir algunos de los supuestos más importantes de la ética y moral occidental contemporánea: El castigo no requiere delito, la explotación no conlleva retribución, ni el trabajo implica producto, pero además, el mal no es producto del egoísmo, como sería corriente pensar, sino de considerar al otro como superfluo, como No-humano, o peor aún, como humano y sin embargo, totalmente prescindible. Esto nos lleva a pensar que existen otras formas de concebir lo humano y estas formas, pueden tener consenso, entonces ¿existe una naturaleza humana que esté más allá de toda construcción social? ¿Existe una Naturaleza del bien y del mal? Hannah responde a esta última pregunta a través de un binomio interesante al que después considera un error: El mal puede ser banal y radical. Desde mi punto de vista, ella se equivoca al reformular y su propio replanteamiento constituye el efecto emocional (pensamiento apasionado) de la presión social ejercida sobre ella. En efecto, el mal puede ser banal y radical a la vez, y de hecho, justo esa calidad de banal, expresada en las motivaciones del propio Eichmann: “Mi lealtad es mi honor”, “sólo cumplía órdenes”, ”hice un juramento”, “nunca maltraté personalmente a ningún judío”, “las ejecuciones corrían a cargo de otro departamento”, “no tengo, ni tuve jamás nada personal contra los judíos”, le llevan a no sentir responsabilidad ni culpa sobre sus actos en el holocausto. Justo esa banalidad, esa “aterradora normalidad” y mediocridad de un hombre incapaz de pensar por sí mismo, es lo que posibilita la radicalidad del mal. No sólo fue Eichmann, no sólo fue el régimen nazi, ni Hitler; era el zeitgeist, compartido incluso del otro lado del Atlántico, ante una ideología que ofrecía terminar con el comunismo ruso y su creciente expansión por Europa. Prueba de que la negación de este binomio entre banalidad y radicalidad del mal es producto de la emoción de Arendt, es su reflexión en el sentido de que sólo el bien puede ser rotundo y radical, en contraposición a un mal que sólo puede ser extremo. Existe aquí una exaltación del bien en sentido de que sólo en él puede haber completitud, mientras que el mal es incompleto en sí mismo, que corresponde con una forma de pensamiento sujeto a determinados lugar y época, es decir, a la cultura, y ello nos remite a la reflexión inicial: ¿Es que acaso pasión y razón son necesariamente entidades opuestas? ¿Lo son el bien y el mal? ¿Tienen, cada uno de estos conceptos, una Naturaleza propia que además es distinta la una de la otra? Arendt expresa una conclusión que, al menos para ella, dista mucho de ser respuesta; por ello pasa el resto de sus días dedicada al tema del mal, a comprenderlo, en una búsqueda para la que no alcanza, ni siquiera su último aliento. Dirección: Margarethe von Trotta Producción Bettina Bokemper Escrita por Margarethe von Trotta y Pam Katz