lunes, 28 de junio de 2010

BEATRIZ Y NUESTRO PRECIADO… ESPACIO

Finalmente y luego de darle muchas vueltas al asunto, decidí que podría ser novedoso, interesante y hasta divertido acudir a la presentación que la filósofa española Beatriz Preciado, haría de su libro Pornotopía, en el Centro Cultural España de esta Ciudad de México. Luego de haber dedicado varios años de mi vida al activismo y de tener mediano roce con la comunicad académica en temas de feminismo, teoría queer y diversidad sexogenérica entre otros, después de haberme autoexiliado de ellos con mi correspondiente episodio histérico y toda la cosa, era de esperarse que me encontrara algo desencanchada y llevaba asumida de antemano la posibilidad de convertirme en la clásica bobita (o bobito, que los hay en igual proporción) que, en una conferencia, acostumbra poner cara de interés, sin importar que sea evidente que no ha entendido ni madres (o ni padres ¿Por qué no?).
Ya entrada en el tema de las bobeses asumidas, me siento con la plena confianza de decir que mucho de lo expuesto por Preciado, me resultó, en efecto, novedoso a tal grado que me vi en la necesidad de tomar notas a toda velocidad para después, en la comodidad de mi hogar, desahogar mi ignorancia supina preguntándole al omnisapiente dios Wiki, sobre un creciente número de conceptos y palabrejas intelectualosas. No obstante, hubo cosas que, aunque no estoy absolutamente convencida de haber comprendido a cabalidad, me hicieron eco, penetraron en mi cabeza con la fuerza de una broca para concreto y justamente eso motiva que me ponga hoy, aquí, frente al teclado, en un intento medianamente organizado de exorcizar todas esas voces de mi cabeza.
Pornotopía es, según dijo la autora, y según le entendí porque, peleada como estoy con la academia, me abstuve de comprar el libro, una profunda reflexión filosófica, sociológica y hasta arquitectónica, acerca del impacto social que ha tenido la revista Playboy, sobre las culturas occidentalizadas desde que a un sujeto llamado Hugh Hefner, se le ocurriera publicarla por primera vez, en 1953 en Estados Unidos. Preciado nos puso en conocimiento de que este lanzamiento corresponde con el principio de la llamada guerra fría y que el antecedente directo, por supuesto, es la segunda guerra mundial. Sostuvo que durante los años más cruentos de este movimiento armado, la gran mayoría de los hombres, en muchas partes de Estados Unidos, tuvieron que enlistarse y viajar a Europa o al Pacífico para formar parte de su ejército. Ello motivó que las mujeres ocuparan, como nunca antes, un papel preponderante en la vida social y económica del país hasta llegar a convertirse en las nuevas pobladoras dominantes del espacio público estadounidense, lo cuál representó a su vez, una profunda transgresión por parte de las mujeres, de su espacio socialmente limitado hasta entonces, al ámbito doméstico. La creación de la revista Playboy, supone para Hefner, un vehículo para la recuperación masculina del espacio, ya no sólo público, sino incluso privado. El varón volvía así triunfante de la guerra para tomar posesión absoluta de su espacio, plasmado en la Playboy a través de elaborados diseños arquitectónicos interiores y exteriores, donde las mujeres eran parte fundamental de esa exquisita decoración. Explicó que, aunque los desnudos femeninos contenidos en esa revista eran, sobre todo en sus primeros años, un tanto ingenuos y cándidos, plasmaban y plasman un claro mensaje de uso y desuso de las “mujeres-objeto”, pero sobre todo, sobre un encarnizado y desigual avasallamiento territorial, un absoluto dominio masculino sobre todo el espacio, una auténtica política machista de expansionismo y supresión social.
Cuando salí, bastante impactada por cierto, me quedé pensando en todos y cada uno de mis conflictos habituales relacionados con los varones. Me di cuenta, a riesgo, por supuesto de no poder ostentar la patente de eso que llaman hilo negro, de que en efecto, mi lucha personal era una especie de guerrilla urbana buscando recuperar la mayor cantidad posible de un espacio vital que todo mundo me reconoce, desde luego, pero que nadie o casi nadie se compromete con respetar.
Por principio de cuentas, hablaré del transporte público donde, por lo menos una vez al día (y, por desgracia, a veces hasta tres o cuatro) sostengo, desde una acalorada discusión, hasta un violento soliloquio dirigido a varones que se han sentido con el derecho que sus sacrosantas gónadas les confieren, para invadir los espacios exclusivos para mujeres. ¿Qué decir por ejemplo, del clásico sujeto que se sienta con las piernas tan abiertas, que diríase que tiene cáncer de testículo o está en plena labor de parto, invadiendo con ello buena parte de los asientos que a sus costados ocupan un par de resignadas e incómodas mujeres, por supuesto, con las piernas totalmente cerradas… ¡¡Comprimidas!!? ¿Y qué del personaje que se hace el dormido para no ceder el asiento a la ancianita, al minusválido, a la mujer embarazada o con bebé en brazos, sin importar que esté ocupando un lugar expresamente reservado para ellas y ellos? ¿Qué podemos decir sobre el macho que, en lugar de pedirte permiso para pasar, te desplaza con un empellón para bajar a toda prisa porque, por venir fingiendo un profundo sueño, ya se pasó dos cuadras? ¿Qué onda con el que te agarra las nalgas y finge demencia? ¿Y al que le vale padres que vengas leyendo o escuchando tu ipod y decide abordarte con un cliché de pésimo gusto porque ha decidido conquistarte? Y cuando, una vez que has descendido del metro o del autobús, qué onda con los que te silban una y otra vez, o con el que al pasar junto a ti, te susurra algo que no entiendes, pero que sin duda, a juzgar por su mirada torva, es una proposición sexual, o con aquel que, si tienes el mal tino de mirar, aunque sea de reojo por pura inercia, se siente irresistible objeto de tus más lúbricas fantasías. ¿Te has sorprendido a ti misma pasando con la mirada gacha frente a uno o varios hombres, según tú, con el fin de no enviar el mensaje equivocado? ¿Será que ese simple e inocente gesto representa mucho más que eso: una manifestación de sumisión introyectada, como la que se expresa de la misma forma hacia un amo?
Esta y muchas otras partes de nuestra cotidianidad (Y conste que no me he referido a las formas más conocidas de violencia, ni a la inequidad social, laboral y económica, tan claras, contundentes y penosamente presentes en nuestras sociedades) me hacen pensar que Preciado tiene razón; enfrentamos una total invasión, una absoluta afrenta contra nuestro espacio vital. Sin ánimo de generalizar, porque siempre habrá uno o muchos hombres que digan, probablemente con mucha razón: “Yo no soy de esos” y a quienes, en tal caso, habría que felicitar encarecidamente, pero en todo caso no estaría de más invitarles a la reflexión sobre qué tanto, de forma inconsciente, incurren en estas u otras conductas expansionistas. Propondría además que las mujeres reflexionáramos en qué tanto nos volvemos cómplices al bajar los ojos, al no decirle al invasor que cierre un poco sus piernas, o que se pase para atrás, a la zona permitida para hombres, o al no hacer evidente y denunciar cualquier forma de acoso, pero sobre todo, al perpetuar estas conductas validándolas para nuestros hijos, padres, parejas (en caso de las que se relacionen con hombres, por supuesto) hermanos, amigos, jefes, subalternos, compañeros, vecinos y hasta enemigos. Soy una ferviente convencida del poder de las palabras y es por eso que hoy me permito compartir este rollito, no con el afán de declarar la guerra y no responder chipote con sangre, sino con la (según yo) sana intención de no dar estos temas por asumidos y echarle una revisadita crítica a la forma en que mujeres y hombres establecemos relaciones de poder y sumisión, seguramente sin darnos cuenta.

Ahora que lo pienso con más calma ¿Por qué chingados no habré comprado el libro?

Besos y abraxos.

lunes, 14 de junio de 2010

DÍAS EXTRAÑOS

Texto: Ericka Villegas
Soundtrack: Días extraños.
El Tiempo de las Cerezas. Nacho Vegas


“Y todo el camino, aquella extraña canción”
Después de todo, la cena del 24 era la cena del 24. Por supuesto, no sería en casa de Alejandra, ni estarían sus padres escudriñándoles el rostro en busca de una revelación que fingían desconocer. No estaría por supuesto el pequeño Alberto riendo divertido con toda la mortificación que seguramente les causaría a ellas la más leve insinuación sobre su vínculo afectivo. No habría comezón nerviosa, ni formalismos… Ninguna de las frases ensayadas durante horas frente al espejo tendría ya utilidad alguna, porque, simplemente el plan había cambiado de un momento para otro. –Podemos hacerlo nosotras solas, en algún restaurante− había dicho Alejandra la noche anterior. –Sería más divertido, menos formal y pesado que en presencia de mi odioso padre. Además, podemos finalizar la noche en un hotel y…− ¡Quién tan pícara como Alejandra! –Darnos un abrazo más… íntimo−. Aún quedaba en su corazón cierta sensación de desencanto; aunque odiaba con todo su corazón los convencionalismos heterosexistas, para ella, una cena con la familia de Alejandra equivalía a… ¿La reafirmación de su vínculo? Tal vez… En todo caso, sí una esperanza que le permitiera vislumbrar una luz para el futuro. No sería ideal, dado el cambio de planes, pero, aunque ambas eran agnósticas y la fecha corresponde con una solemne celebración religiosa, la noche del 24 no se cena con alguien a quien se piensa decirle adiós. Justo esa sería esa noche y cenaría con ella. ¡¡La noche del 24!!
“Sigue recto, hay un desvío, tómalo hasta el final… Si hemos hecho algo mal, amor, verás una señal”.
¿Alguna vez has atesorado canciones, como quien colecciona fotografías de instantes memorables? A menudo, sin imágenes, una canción es el evocador perfecto para un determinado momento, una emoción que se desliza al tempo de la música de fondo, como la mano de un pianista en el teclado.
“pero no iba a llegar y avanzamos igual, como atraídos por el sol hacia su mismo centro”.
Cualquiera que estuviera compartiendo una ocasión tan solemne como la Natividad, con una numerosa familia donde siempre aparece un primo lejano, totalmente desconocido y en un ambiente donde fluye la algarabía, pensaría que los solitarios escasean en noches como esa, que todos los lugares públicos a los que suelen acudir están cerrados o totalmente desiertos y que los meseros, cocineros y demás personal aprovechan para improvisar su propia fiesta. Sin embargo, quien no tiene dónde ir, sabe perfectamente que esto no es así; los solitarios, quizás, en tales ocasiones lo son más que nunca y buscan apretujarse para compartir su hastío entre la nutrida masa que eluden en la cotidianidad. Después de encontrarse en varios lugares con que el cupo había sido rebasado, finalmente pudieron ellas acomodarse, si cabe, en una pequeña mesa para dos dentro de un Sanborn’s del centro de la ciudad.
“Nos fuimos mar adentro, donde nadie alcanzaba a ver. Con el agua al cuello, me volví, te miré y tú dijiste:..”
−Lo bueno es que se nos ocurrió reservar el hotel desde el medio día. Si no, imagínate el problema que sería conseguirlo a esta hora−.
Nerviosa, sí, nerviosa era la palabra que mejor le acomodaba. Miraba con cierto disimulo el rostro de Alejandra, escudriñaba tratando de hallar alguna expresión distinta del enfado que le ocasionara semejante complicación para encontrar mesa y que le traslucía por sobre la mueca de sonrisa.
−Jamás me hubiera imaginado semejante problema para encontrar espacio en un Sanborn´s−. Respondió. –Y mucho menos a esta hora. Lo bueno es que eso ya pasó, el momento difícil de la noche. Ahora podemos dedicarnos a lo nuestro… A nosotras−.
La vianda resultó de buen sabor, aunque, como suele suceder en esos lugares, al cotejar el platillo con la imagen que aparece en el menú, es inevitable degustar con una cierta sensación de desencanto.
−Ojalá, en lugar de un restaurante− Dijo en un susurro totalmente ininteligible para Alejandra −nos encontráramos en una exposición fotográfica−.
Un par de copas de vino para celebrar, muchos besos relativamente apasionados, algunas sonrisas y un general ambiente de alegría descafeinada integraban su ambiente privado que no iba más allá de un metro cuadrado allende el borde de su mesa.
“−Te podría matar y no se iba a enterar nadie, cuando me pregunten yo diré que no llegaste nunca−.”
−Yyyyyyyyy… ¿Cómo van las cosas con Emilio? ¿Se hablaron hoy?
Estaba por abordar el tema crucial de la noche, lo sabía. Durante las últimas semanas no había existido uno más importante, es más; en todo el tiempo que habían vivido su romance donde la condición de pareja abierta había sido un acuerdo más que explícito, jamás había tenido una inquietud mayor ante cualquiera de las parejas de Alejandra. ¿Por qué abordar entonces la situación justo ahora? −Pensó−. En realidad no era esa la intención; lo había preguntado… ¡Por cortesía! Quizás para probarse a sí misma que se mantendría ecuánime, congruente con su acuerdo, como había sido hasta entonces. Probablemente Alejandra le respondería trivialmente, luego preguntaría por Carmen, su otra pareja y después hablarían de música, de alguna idea extraña, de activismo queer, de literatura, de amigos comunes o de cualquier otro tema de los muchos que compartían. Sería una velada feliz… deseaba que así fuera.
−Pues sí, hablamos por la tarde, ya sabes cómo son esas cosas. Quería verme hoy y le dije que saldría contigo. Lo más seguro es que la pase con su familia y pues, tal vez nos veamos mañana−.
¿Mañana? ¿¡Mañana!? ¿Acaso su idea era finalizar el encuentro de esa noche, tan prometedoramente memorable, para salir corriendo a los brazos de Emilio? Tal vez el comentario podría haber sido irrelevante, tal vez contener su compulsión histérica para volver a contactar con su ecuanimidad hubiera sido más sencillo… Tal vez, si no fuera por la insistencia con que Alejandra miraba por la ventana, como si deseara anticipar a las agujas del reloj y encontrarse, en algún punto lejano, con su propia mente.
−Ah, que bien. Fíjate que la compañía teatral decidió cancelar el resto de los ensayos de este año. Ya sabes que el estreno de la obra es en marzo, pero pues, necesitamos viajar, descansar. Nos la hemos pasado trabajando a marchas forzadas y…−.
−A propósito de viajar− Espetó de pronto Alejandra nerviosa. La forma en que soltaba las palabras, con velocidad, hacía recordar la lengua de un camaleón que, tras mucho acechar, se disparaba de súbito para atrapar a su presa. –hay algo que necesito decirte−.
Silencio de presentimiento. Apoyó lenta y cuidadosamente los codos sobre la mesa, antes de disponerse a escuchar a Alejandra, como a la última tarjeta en un castillo de naipes, buscando estabilizarse y eludir una sacudida desastrosa.
−Emilio y yo tenemos apenas algunas semanas de salir, pero las cosas han ido bien, estamos contentos y decidimos que sería muy bueno para nuestra relación tomar unas vacaciones juntos. Estábamos pensando en…−.
−¿Juntos? ¿De vacaciones juntos? ¿Ahora?− había erguido de pronto el cuerpo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica sorpresiva. Estaba enojada… ¡¡Fúrica!! −¿Pero… cómo es posible? Apenas tienen unas semanas de salir, tú misma lo dijiste. Además, no sé si recuerdes, pero tú y yo habíamos quedado en salir juntas, lo habíamos mencionado hace apenas unos días y…−.
−Pues sí, lo habíamos mencionado, pero jamás lo formalizamos. Tú andas siempre con tus ensayos, con tu trabajo, con el activismo y con mil cosas en la agenda y en la cabeza. Cuando Emilio y yo empezamos a armar el plan, tú y yo no teníamos uno previo. Teníamos apenas un… esbozo.
Guardaron silencio. Sentadas frente a frente en una mesa para dos de un restaurante, quien las hubiera observado a la distancia, con esa mirada fija que sostenía la una sobre la otra y que sólo se interrumpía para mirar de vez en vez hacia la superficie de la mesa, pensaría que se trataba de dos contendientes disputando, acérrimas, una partida de ajedrez.
−Era un esbozo, sí…− Respiró hondo. Qué difícil le resultaba ventilar sus pulmones. No pensaba vociferar, sin embargo, el sentido de hablar fuerte y profundo es absolutamente relativo. Para cada susurro, apenas audible que salía de su garganta, necesitaba más aire que para recrear a Ionesco en el escenario. –Porque no tenía claro cómo iban a estar las cosas con los ensayos. Ya sabes que todo eso es un caos. Además, la semana pasada, en plena sesión de fotos, me llamaron para avisarme que Fabiola sigue muy mal. ¿Te dije que es cáncer? Cómo puedo tener la cabeza en orden cuando mi mejor amiga se está muriendo de cáncer, por Dios−.
−Lo sé y lo entiendo, pero ¿Qué puedo hacer? ¿Esperar a que de pronto recordaras que teníamos un esbozo pendiente?−.
−Preguntar. Caramba, Alejandra: ¡¡Preguntar!! ¿Acaso hubiera sido demasiado pedir?−.
“Hay días en que valdría más, no salir de la casa. En sólo un minuto vi mi vida cambiar. Que sólo era un juego –Te escuché− y volvimos a casa”.
Cuando salieron del lugar, sus manos se buscaron sin el entusiasmo habitual, más bien, en un movimiento mecánico y desganado. Caminaron a la esquina para abordar un taxi que las llevara al hotel, siempre en silencio. ¿Por qué tenía Fabiola que estar tan enferma? Carmen le había dicho que con el cáncer de colon tan avanzado como el del caso, sólo quedaba esperar, acompañarla y prepararse para lo peor. Habían sido amigas desde hacía siete años e incluso habían vivido juntas. Además Fabiola rondaba, quizás los 35 años ¿No se supone que la gente muere anciana, después y sólo después de haber escrito concienzudamente sus memorias? Le parecía una paradoja trágica del destino estar a punto de un gran estreno cuando la vida de Fabiola se iba, se apagaba inexorablemente como la última esperanza. No hacía una semana que había firmado su renuncia en la institución donde trabajara por dos años y… Eran aquellos días extraños, una temporada de cambios que parecían no tener final, no obstante le parecía un exceso ir caminando además, por las calles del centro con una noticia semejante a la que acababa de recibir, a cuestas. Se metió, al menor pretexto, las manos en los bolsillos para evitar así la sensación de ridículo que le representaba tomar la mano de Alejandra. Tal y como en otros momentos, en pleno arrebato de franqueza se besaban apasionadamente urgidas por una fuerza casi magnética, ahora la más elemental sinceridad dictaba que caminaran separadas. Alejandra lucía cavilante, miraba al frente y parecía murmurar para sí. No podía negar que tenía razón, o al menos en parte; siempre con tantas cosas en la cabeza, siempre deseando cambiar al mundo, siempre con ganas de aparecer en mitad del escenario para salvar la situación, siempre corriendo de aquí para allá. Carmen solía decirle, medio en broma, que el día que se animara a escribir sus memorias, no iría más allá de una cuartilla porque su pasado remoto se extendía hasta el día de ayer y su futuro lejano, difícilmente se vislumbraba más allá del día de mañana. –A veces me siento como un tren rudimentario que tuviera sólo dos segmentos de vía− pensó –para seguir adelante, sería necesario desprender el anterior, colocarlo al frente y así, sucesivamente para llegar a ningún lugar−.
−Para colmo, ni un chingado taxi−.
Finalmente llegaron al hotel. Se trataba de una construcción post colonial, probablemente del siglo XIX o principios del XX. Aunque parecía imposible, dado el tipo de construcción, que fuera más antiguo, tenía el aire ancestral de los edificios cercanos a la Plaza Mayor. La primera vez que lo visitó, le perturbó la idea de llegar a una hora como aquella y encontrarse de pronto en la escalera, con uno de los muchos fantasmas que seguramente deambulaban por cada rincón. Sin embargo, esa noche era tanto su enojo, tenía tanto que pensar que, si hubiera tenido un encuentro con un ánima en pena, seguramente le habría dado un empellón con el brazo y hubiera seguido su camino, indiferente.
Ya en la habitación, comenzaron a desnudarse, sin ritual, con parquedad, como un viejo matrimonio donde cada persona hubiera perdido interés y hasta conciencia de la otredad. Mientras Alejandra se distraía en no sé qué, semidesnuda, mirándose al espejo, decidió encender su ipod, seleccionó El Tiempo de las Cerezas, un disco grabado a dúo por Enrique Bunbury y Nacho Vegas, dos cantantes españoles de cierta celebridad. El disco tiene un sonido acre, melancólico a grado tal que incluso podría decirse que el ambiente se llena de bruma en cada reproducción. La voz, un tanto nasal, de Vegas se escuchaba queda, pero claramente desde el audífono personal. Cuánto le gustaba Alejandra, cuánto la amaba. Tenían juntas poco más de un año y, sin embargo, le parecía haber vivido una vida entera junto a ella. Era, sin duda, una mujer sensual, amaba y deseaba su hermosa piel morena, sobre todo en noches como aquella, cuando se movía con desparpajo. Su fetiche favorito era escucharla lavándose los dientes, como justo ahora sucedía, le representaba una promesa, el preludio perfecto para una voraz, ardiente tormenta de amor.
“Si sólo era un juego, −pregunté− ¿Dónde esta la gracia? Y todo el camino, aquella extraña canción.”
¿Por qué tenía que sonar el timbre del teléfono? ¿Por qué tenía Alejandra que darle la espalda para leer el mensaje de texto que acababa −¡A esa hora!− de llegarle al celular? ¿Por qué tenía que responderlo desde un rincón, para ocultar una sonrisa, la más feliz de toda aquella noche, mirando con pícara alegría el objeto entre sus manos, como una niña jugando, escondida de sus padres, con su grillo mascota? Como actriz sabía muy bien que la elocuencia es una cualidad que rebasa, y a menudo desmiente a las palabras. Como histérica consumada había aprendido que la emoción es una bomba de tiempo con el reloj oculto, pero inexorable. Aquello no era como lo de Javier, o lo de Alonso. Alejandra estaba más entusiasmada que nunca y lo peor es que sentía, se daba perfecta cuenta de que en esta ocasión Alejandra no se enamoraba de alguien más, sino que lo hacía… ¡Exclusivamente! Estaba dejando de ser amada por aquella mujer de ideas brillantes, lo sabía, podía palparlo. Nunca antes le había dolido saber que otras personas tomaran su cuerpo, lo que en ese momento le laceraba como un silicio colocado en la parte más sensible de su alma, era sentir que le estaban arrancando su corazón ¡Guerra florida!
Alejandra se recostó junto a ella y la abrazó, la voz, ahora de Bunbury hablaba sobre la enorme conveniencia de pensar menos, con la cabeza, menos con el corazón y más con la entrepierna. Decidió entonces que tendría su noche, no ideal, no de cuento de hadas, por supuesto, como en los últimos días había imaginado, pero ¡Qué chingados! Aún era la noche del 24, mejor aún, era el inicio de la Natividad. Quizás, después de todo y pese a todo, de algún modo, aún podría tener su noche buena. Giro el cuerpo y se colocó encima de Alejandra, comenzó a besar, a lamer y acariciar mientras Alejandra respiraba profundo, tal y como en sus mejores noches. Por Dios, cuánto amaba esos pechos deliciosos que, aunque pequeños, le recordaban por alguna razón no del todo esclarecida, a Las Vacas de Quiviquinta. Su nariz comenzó a reptar por el vientre liso, suave, se insertó en el ombligo y se quedó ahí por unos segundos. Justo en aquel paraje se respiraba un olor delicioso de campiña, de sudor y de líquidos… ¡Cuánto amaba los líquidos desbordantes de Alejandra! Ni siquiera el propio Hernán Cortés tuvo una impresión semejante cuando, parado entre el Izta y el Popo, miró la ciudad radiante de Tenochtitlán, más allá, rodeada por el lago de Texcoco. Aventurera como aquel, su nariz se puso en marcha de nuevo para llegar al lugar de su mítico tesoro personal.
De pronto se tiró hacia atrás, se separó del cuerpo de Alejandra y, mientras de sus ojos brotaba un torrente de franca derrota, inquirió.
−¿Y el remolino? ¿Qué putas madres le hiciste al remolino?−.
Alejandra se sentó sobre la cama cubriendo con inédito pudor sus pechos. No estaba sorprendida, más bien, parecía preparar de nuevo las palabras como la emboscada final a jaque.
−Pues nada, simplemente me depilé. Sucede que lo hago a veces.
Alejandra sabía bien cuánto le gustaba ese pequeño remolino que, de forma natural, se le formaba en el vello del pubis. Cuántas veces había jugueteado con él girándolo con los dedos. –En él− Le había dicho meses atrás –Sería muy feliz de ver mi barca condenada a la profundidad de tus abismos. Te reconocería entre mil, entre millones de mujeres idénticas, sólo por él−.
¿O es que acaso no era Alejandra? Sí, eso debía ser ¿Pero entonces quién era esa mujer tan igual y sin embargo tan distinta? ¿Por qué la amaba si no era Alejandra? ¿Por qué olía como Alejandra? ¿Por qué –lo peor de todo− sentía que tenía que asirse de esa suplantadora si deseaba aún aferrarse a una parte de la mujer que, sabía, había dejado de ser, de existir tal y como la conocía? Tal vez Alejandra se había depilado intencionalmente para demostrarle que no estaba por comenzar el tan temido viaje del olvido, sino que, ya ni siquiera estaba ahí, ahora, ni con ella. Era demasiado tarde: ¡¡Había partido!!
Ya no eran sólo lágrimas brotando de sus mejillas, era un caudal, un sollozo salvaje de lava volcánica que hinchaba en llamas cada lugar por donde pasaba, incluso las profundidades de su garganta. Le dio totalmente la espalda a esa desmentida Alejandra, ella la quiso abrazar, pero le retiró la mano. No supo bien cuánto tiempo pasó antes de rendirse al sueño. Lo que sí supo es que su pesadilla tenía que ver con remolinos ardientes, con pequeñas barcas de cáscara de nuez hundidas en tempestad y estaba fondeada por las voces lacónicas de Bunbury, de Vegas y de sus propios sollozos, entrecortados, pero incesantes.
“Y no, nadie dijo nada, no, nadie dijo nada. Nadie dijo nada… Nada más”.

Besos y abraxos.