jueves, 23 de septiembre de 2021

ROCKOTITLÁN (Fragmento de mi nivola "La Crónica de un Ángel Rojo" actualmente sin terminar)

Si bien es cierto que, apenas unas calles atrás, la calma y la oscuridad ya eran profundas, sobre la Avenida Insurgentes Sur siempre tienes la impresión de que la noche está por comenzar. Recuerdo la larga fila para entrar a Rockotitlán, que tenía un espectacular en neón bastante divertido con un diseño de reminiscencias prehispánicas, algunos nopales y la leyenda “El lugar del rock”. Recuerdo que ya se escuchaba música dentro y que la gente conversaba entre sí de temas que no alcancé a distinguir. Aunque la enorme mayoría eran jóvenes, claramente eran mayores que yo ¿Qué demonios estaba haciendo yo ahí, luciendo un pantalón de vestir en color café y una camisa formal de manga larga? Probablemente ni siquiera me dejarían entrar. Agradecí en silencio la torpeza para hacer nudos de corbata, que me llevó a comprar una pre anudada que se adhería al cuello de la camisa con un pequeño gancho. La retiré con un movimiento brusco, arremangué mi camisa, la coloqué por fuera del pantalón y me revolví un poco el cabello, diluyendo la pesada capa de gel que lo mantenía tieso. Llegó mi turno para entrar toda vez que logré superar la escalera, pues el lugar estaba en un segundo piso y para mi sorpresa, nadie me puso reparos. Observando con un poco de calma, tampoco eran inusuales ahí los chicos precoces como yo, así que sentí confianza. La calle tenía el tenue aroma dulzón del humo de mariguana, pero el interior apestaba a tabaco; densas nubes de humo dotaban la escena de cierta irrealidad. Alguien puso en algún momento en mi mano un vasito desechable lleno de cerveza que, al parecer se incluía en el boleto de entrada y le di un sorbito timorato. Rockotitlán era fantástico; hacia la calle había un balcón donde la gente conversaba, fumaba y bebía; las paredes estaban decoradas con vistosos grafitis y la música de ambiente era todo un lujo. Distinguí “American woman” de The Doors, y luego la canción de una banda mexicana que ya había escuchado antes: “Llegando a la fiesta, te veo besaaandote con otro”. La concurrencia gritó a coro como si fuera un mantra: “¡¡Qué poca madre!!” y bailaban divertidos, mientras el cantante, a través de la grabación continuaba narrando sus infortunios amorosos. No lo sabía entonces, pero acababa de presenciar un ritual del lugar que incluso llegaría a ser tradición nacional. De pronto la música se detuvo y el público rugió. Subió al escenario ubicado al fondo del local, un sujeto que al parecer era nuestro anfitrión (supongo que era Fernando Arau), tomó el micrófono y nos dio la bienvenida. Habló también sobre la gran ocasión que todos en el lugar festejaban, pues a la par del 25 aniversario de una de las bandas más icónicas del rock mexicano, seríamos testigos del estreno del nuevo disco de El Tri, titulado “Una rola para los minusválidos”. Hizo una pausa que la gente de nuevo celebró, se aclaró la garganta y a continuación exclamó: “¡¡Rrrrrrrrrrrockotitlán preseeeentaaaa... a Criogeeeeniaaaaaa!!”. La gente aplaudió con frialdad y fue cobrando fuerza un coro: “Looooraaaa, Looooraaaa”. Sin embargo, en el escenario, un grupo de jóvenes terminaba de instalar sus instrumentos y comenzó su show: “Buenas noches, nosotros somos Criogenia (¿Qué diablos es una criogenia?, pensé. Otra palabra para buscar en el diccionario) y vamos a festejar al Tri”, dicho lo cual, se contó un compás de 4/4 desde la batería y la banda comenzó. El sonido era intenso e interesante; la gente comenzó a moverse al compás del sonido acre y un tanto electrónico que no obstante era poderoso. Yo los miraba tocar como entre sueños; eso que estaban haciendo era fantástico. Seguí sorbiendo de mi vasito con cerveza y también sucumbí con el movimiento de mi cuerpo al influjo de aquel sonido altamente contagioso. La presentación de Criogenia se desarrolló, no obstante, sin pena ni gloria durante tres o cuatro canciones, pero después volvieron los gritos de ¡¡Looooraaaa, Loooooraaaaa!! (¿Qué rayos es un lora? ¡¡Vaya momento para no traer mi libreta de notas!!) que incluso apagaron el sonido de la banda. Lo lamenté profundamente; Criogenia sonaba realmente bien y hubiera preferido escucharlos al menos otra hora. La banda telonera no obstante se despidió y comenzó a desconectar sus instrumentos, mientras el lugar se llenaba con los acordes de otra grabación: “Acéeeercateeee, juntemos pieles formando sooombraaaaas...” A esos también los conocía, los había visto tocar en el Palacio de los Deportes, alternando con otra de mis bandas favoritas; Soda Stereo. Aunque mi interés estaba centrado en los argentinos, lo cierto es que Caifanes me fascinó. Sabía que en Rockotitlán también eran de casa; “Te estoy miraaandooooo, ya no hay materia; es un viiiciooo, es un hábitoooo”, cantaba la concurrencia acompañando la música de fondo. Lo siguiente que aconteció fue inesperado; un grupo de personas uniformadas con pantalón de mezclilla negro y playeras del mismo color con el logotipo que ya conocía de El Tri estampado en el pecho, se colocó al borde del escenario, a ras de pista mirando hacia la concurrencia. Para ese momento el lugar estaba abarrotado, simplemente no había para donde moverse. De pronto, nuevamente Arau en el escenario y luego de repetir los motivos del festejo, con visible emoción, presentó ¡¡Al Tri!! La gente rugió al punto que el lugar parecía derrumbarse, sobre todo cuando los músicos comenzaron a salir a escena, y al final un personaje flacucho, de melena rizada y pinta que me pareció de dogadicto. “¡¡Loooooooraaaaaaaa, Looooooooraaaaaaaaa!!” El público estaba enardecido y trataba de acercarse al escenario, que sin embargo estaba fuertemente custodiado. De nuevo la cuenta con las baquetas del baterista y esta vez fue turno de que las bocinas del lugar rugieran con el estruendo de las guitarras. La concurrencia comenzó una danza violenta donde francamente abundaban los empujones, patadas y puñetazos. —¡¡Que putas es esto!! — Mientras el flacucho, que tocaba un bajo con la forma de una gran mano pintando un pito, comenzaba a cantar. Escuchándolo en vivo su voz no me pareció desagradable; retumbaba poderosamente por las paredes del lugar y henchía mi piel. No recuerdo el momento exacto en que me relajé y comencé a seguir el baile colectivo, recibiendo y soltando golpes a diestra y siniestra. ¡¡Qué sensación maravillosa!! ¡¡Qué embrujo delicioso de sentirme flotar en medio del espacio sideral, sin arriba, sin abajo ni tiempo!! El líquido de mi vasito había desaparecido y yo sentía una gran euforia, bailaba y bailaba, sudaba, golpeaba y recibía golpes sin sentir en realidad dolor. La única sensación omnipresente era esa música virulenta, febril, francamente delirante, que me daba ganas de estallar y expandirme como una onda sonora, trazando círculos concéntricos cada vez mayores, cada vez más alto, uno y otro, y otro más desdeñando con su interminable expansión, a la mismísima eternidad. “Mi madre me dice que todo lo que hago, que todo lo que hago, que todo lo que hago estáaa maaaaal, yo no sé por quéeee”. Cuando la banda hizo una pausa para hablar sobre su aniversario, me percaté de que, con un vasito de cerveza, estaba yo borracha como una cuba. El cantante habló una jerga vulgar, pero la gente le celebraba todo: —¡¡Loooooooraaa, háaaazme un hiiijoooo!!—, gritó para mi espanto (¡¡qué puritana era!!) una chica desde el público, pero me hizo reír: —Ahhhh, de manera que eso es un Lora. —Lo que continuó fue una power ballad que nos dio a todos un respiro: “No sieeeempreee, las cosas son como debieran ser”. Me puse de pronto triste; recordé a mi madre golpeándose en la cocina de casa y por un momento salí del trance. “No sieeeempreeeee, se puede tener la razón... Tú me haaaaaaceeees, sentir como en un juego de beisbol; me poooonchas, o me haces batear de jonrón”. Hubiera querido saberme la canción, habría querido gritarla con todo lo que me quedaba de voz, pero sólo aullaba, aplaudía y bailaba en medio de la danza colectiva que se había tornado hipnótica: “Tú eres como un sueño, y yo tan sólo soy un poooobre soñador. Tú eres sólo un sueño, y de este sueño nunca quieeeero despertar... ¡¡jamás!!”. Algunas canciones después, la banda terminó y la gente retomó cierta compostura, como suele ocurrir en el cine al terminar la función. La música de fondo corría a cargo de Misfits pero el público ya era indiferente. Salí del lugar tambaleándome por una feliz y ridícula borrachea producto del solitario vasito de cerveza que había ingerido, percibía un zumbido que taladraba mi oído izquierdo y así, de tumbo en tumbo regresé a casa, mientras tarareaba lo poco que recordaba de aquella canción: “Cooontiiiigoooo, me quiero escapar de esta realidad, y nuuuuncaaa, ya nunca quiero regresar. Nuuuuuncaaaaaaa”. Cuando llegué a casa, el departamento estaba en silencio y en penumbra. Entré sin cuidarme de no hacer ruido y me deslicé hasta mi habitación, donde Gabriel estaba rendido al sueño. —Pinche carnal, —Le dije. —¡¡Cómo te pinches quiero!! Lo besé en la mejilla y me tumbé en mi cama. A la mañana siguiente, de sábado, me levanté con un enorme dolor de cabeza y el zumbido de mi oído seguía ahí. Salí a la sala y mi madre desde la cocina me saludó: —Hola, dormilón, bonitas horas de despertar; son más de las 11; tu padre lleg... se levantó muy temprano y llevó a Gabriel a comprar zapatos. Ven, hice huevitos rancheros y te esperé para desayunar contigo. La besé en la mejilla como saludo y la vi sonreír, la abracé y le dije que la quería mucho. Ella me devolvió el gesto con amor y luego se retiró para servirme un poco de café, que por ciento no acostumbraba. Me senté a desayunar en su compañía y ella hablaba sin cesar sobre asuntos triviales con las vecinas. Sabía que no estaba bien, pero no tuve valor de preguntarle nada, ni ella cuestionó mi ausencia de la noche previa; sólo la escuchaba, divertida y pensaba en cuánto la amaba, en cuanto desearía que ella, la mujer más buena y hermosa que había conocido en el mundo, jamás sufriera.