sábado, 28 de enero de 2017

El mundo pasaba más o menos por aquí, en su vuelta cotidiana alrededor del sol

Hace justamente un año, mi corazón se partía en mil pedazos y avanzaba dejando atrás aquello que había sido mi casa, mi vida y gran parte de mi familia. Profunda tristeza; abrazando al ayer que se escurre como la última luz a través de una rendija, la última nota en el último compás de mi postrera sinfonía.
Mirar perderse en lontananza aquellas calles que no volverás a pisar. Las sonrisas y los besos de un amor erosionado. Horas que devienen ocaso, penumbra que amenaza devorarse al mundo, dejando a los ojos cuenca sin mediar gusanos.
Aturdirse hasta no poder más; escuchar el estruendo del colapso cósmico. Apretar los párpados y las mandíbulas con la certeza de que todo gira hasta no haber nunca más universo conocido, ni lengua, música, ni luz.
De pronto abrir los ojos y descubrir que el mundo no se ha extinguido. Descubrir que se sigue estando aquí; que hay, de hecho, aquí y ahora un segundo después de la hora final. Palparse el pecho para comprobar que el corazón percute sin salir de tempo. Levantarse sintiendo cada extremidad del cuerpo entumida como frío de tumba, entibiándose no obstante, primera hierba al soplo de la primer ventisca estival. Arriesgar un torpe primer paso, luego un segundo y después descubrirse en franca marcha como un tren que pronto alcanza su máxima velocidad.
¿Y si todo acaba? ¿Y si nunca más? La eternidad es tan breve, 
—ahora lo sé—, que cada despojo deviene rosa y en cada pétalo sonríe, condescendiente, al mal llamado día del juicio final.



A Misha, dondequiera que estés... desde donde ya no estás.