sábado, 8 de noviembre de 2014

¡¡VIVOS SE LOS LLEVARON, VIVOS LOS QUEREMOS!!

Siempre será mejor mal-decir, que no decirse. Y es que, algunas cosas que pasan, que vivimos, se corresponden con ese vacío sobre el que Moebius teje su banda de significantes y no podemos enunciar más que la mismísima falta de aquello que perfora nuestro lenguaje por el centro.

La tarde de ayer, Jesús Murillo Karam, abofeteó el rostro de nuestra nación afirmando con lujo de detalles que los 43 normalistas de Ayotzinapa, desaparecidos desde el pasado 26 de septiembre, habían sido asesinados e incinerados casi hasta desaparecer.

Habló de los Guerreros Unidos y de un gobierno local. Habló de su supuesto “propio dolor” por los hechos y tuvo el cinismo de decir que fue una suerte que los militares que se encontraban en la zona no hubieran intervenido, porque la masacre hubiera sido mucho peor.

Desde este pequeño espacio, señor Murillo Karam, con la garganta cerrada, pero la herida y la indignación muy abierta, le quiero decir que no le creo, que no soporto esa pretendida solemnidad con la que usted y su sucio gobierno se limpian la frente y dan gracias a sus perversas deidades porque todo ocurrió mucho antes de la elección de 2015.

¡¡Tal vez recuperemos votos!! ¡¡Tal vez Guerrero vuelva a ser bastión priista!! ¡¡Tal vez regrese la inversión y Peña vuelva a ocupar los primeros lugares en Forbes!! ¡¡Tal vez vuelva a aparecer en las principales portadas mundiales como “el salvador” de México!!

En este escenario perfecto, producto de su “muy exitosa investigación, realizada en un tiempo razonable” se le olvidó el insignificante detalle de que en más de 50 hogares mexicanos, alguien, ese hijo bienamado que representa la ilusión, la alegría y el futuro para una familia toda, ya no volverá a su casa. Se le olvidó entre sus triunfalismos vanos, que hay casi medio centenar de futuros profesores que nunca volverán a pisar un aula. Se le olvida, señor Murillo Karam, nuestro dolor. Se le olvidó que los caídos son carne de nuestra carne y sangre de este, nuestro dolorido México.

Se le olvida que fue el Estado. Se le olvida que la prepotencia dirigió el arma, la corrupción jaló del gatillo y ese monstruoso egoísmo tan propio de las personas de su clase política, avivó el fuego de la pira fúnebre. Se le olvida que fue la impunidad quien arrojó los restos calcinados al río. Se le olvida que aquella fogata en que ardieron nuestro compañeros normalistas, no sólo se avivó con llantas, diesel y carne humana, sino con tarjetas de Soriana, de Monex, con tortas, refrescos, banderitas y gorritas tatuadas con el logo tricolor del deleznable PRI.

Se le olvida, señor Murillo Karam, que usted está haciendo el papel de otro; uno que tiene por costumbre esconderse en los baños de la Ibero cuando los estudiantes lo llaman a cuentas. Uno que prefiere viajar, evadir que enfrentar. Se le olvida que ustedes están sentados a una mesa en la que no fueron invitados y tienen el descaro aun de servirse con la cuchara grande.

Se le olvida, aborrecible señor Murillo Karam, que vivos se los llevaron y vivos los queremos. Se le olvida que el Estado no nos puede devolver despojos cuando lo que se llevó eran personas. Se le olvida que lo que ustedes... ustedes, porque todos ustedes, ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes ustedes forman parte, alimentan y se benefician de un sistema que hace estas cosas posibles, lo que USTEDES hicieron no tiene remedio y sin embargo se lo exigimos. ¿Por qué ha de ser nuestra falta? ¿Por qué nuestra sangre? ¿Por qué nuestra pena si de ustedes es el goce?

Deseo con todo el corazón, deleznable señor Murillo Karam que usted y toda su palomilla, sean por siempre señalados con el dedo de la historia y porten por siempre el sanbenito de culpables. Deseo que todos sus nombres sean escritos en las páginas de la ignominia y no haya generación por venir que no los lea sin que se revuelva su estómago, como hoy el mío, de asco y de desprecio. Desearía que usted pudiera sentir en carne propia el dolor de un hijo arrebatado y que alguien se le acerque con la humillación suprema de intentar consolarle con cien mil pinches putos pesos.

Deseo que nada de esto se olvide, deseo que la herida siga abierta, porque en tanto que fluya y el dolor nos lacere, nuestro síntoma se hará palabra y nuestro decir acción. No para siempre, señor Murillo Karam, solía decir nuestro poeta texcocano, No para siempre su podrido sistema en nuestra tierra… tan sólo un poco aquí.

Con todo asco, rabia y profundo desprecio.

miércoles, 28 de mayo de 2014

EL PROGRESO DE MI... ¿PATOLOGÍA?

Aunque me considero una férrea disidente de los discursos que tratan de explicar el comportamiento y a la psique humana desde el punto de vista exclusivo de la neurobiología, quisiera remitirme a la interesantísima e ilustrativa obra de Oliver Sacks, intitulada “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”. En ella, Sacks narra el caso del Doctor P. un brillante profesor de música que, aquejado por un intrigante desorden de supuesto(1) tipo neurológico, tendía a despersonalizar a la gente con quien cotidianamente trataba, teniéndolos por “cosas”, como a su propia mujer a quien en efecto, trató alguna vez de colocársela como un sombrero y personalizaba objetos inanimados, saludándolos e incluso atribuyéndoles la tremenda descortesía de no devolver el saludo.

En cierta ocasión, mientras Sacks visitaba a P. intrigado ante sus extraordinarios síntomas, tuvo ocasión de conocer otra de sus facetas; en los muros de la casa de P. yacía una considerable cantidad de pinturas, tan intrigantes, que decidió preguntar al respecto a la esposa de P. y entonces… Mejor dejemos que nos lo narre el propio Sacks:

“—Sí —dijo la señora P. — era un pintor de grandes dotes además de cantante. La Escuela hacía todos los años una exposición de sus cuadros.

Fui examinándolos lleno de curiosidad, estaban dispuestos por orden cronológico. El primer período era naturalista y realista, la atmósfera y el talante vividos y expresivos, pero delicadamente detallados y concretos. Luego, con los años, iban perdiendo vida, eran menos concretos, menos realistas y naturalistas, mucho más abstractos, y hasta geométricos y cubistas. Por fin, en los últimos cuadros, los lienzos se hacían absurdos, o absurdos para mí... meras masas y líneas de pintura caóticas. Se lo comenté a la señora P.

—¡Ay, ustedes los médicos son todos unos filisteos! —exclamó—. Es que no es capaz de apreciar la evolución artística... de ver que renunció al realismo de su primer período y fue evolucionando hacia el arte abstracto y no representativo.

«No, no es eso», dije para mí (pero me abstuve de decírselo a la pobre señora P.). Había pasado del realismo al arte no representativo y al arte abstracto, ciertamente, pero no era una evolución del artista sino de la patología... evolucionaba hacia una profunda agnosia visual, en la que iba desapareciendo toda capacidad de representación e imaginación, todo sentido de lo concreto, todo sentido de la realidad. Aquella serie de cuadros era una exposición trágica, que no pertenecía al arte sino a la patología.

Y sin embargo, me pregunté, ¿no tendría razón en parte la señora P.? Porque suele haber una lucha y a veces, aun más interesante, una connivencia entre las fuerzas de la patología y las de la creación. Quizás en su período cubista pudiera haberse dado una evolución artística y patológica al mismo tiempo, confabuladas para crear formas originales; ya que, si bien podía ir perdiendo capacidad para lo concreto, iba ganándola en lo abstracto, adquiriendo una mayor sensibilidad hacia todos los elementos estructurales, líneas, límites, contornos: una capacidad casi picassiana para ver, y representar también, esas organizaciones abstractas incrustadas, y normalmente perdidas, en lo concreto... Aunque en los últimos cuadros sólo hubiese, en mi opinión, agnosia y caos”.

¿Por qué reproduzco aquí esta historia? Sucede que el día de ayer, durante mi sesión analítica, aludí a este mismo blog y al hacerlo, recordé la razón por la que había sido creado: la idea, según yo, era exorcizar un demonio, procesar un duelo que en ese momento me quemaba las entrañas y me llenaba de un dolor tan intenso, que no había aire, no había voz, no había palabras suficientes para, ya no digamos narrarlo, sino ni siquiera sollozar. Pensaba entonces que, con la fuerza de mis dedos, lograría transcribir aquel patógeno hasta conjurarlo y así liberarme de él. Sin embargo, al cabo de un tiempo me di cuenta de que los contenidos empezaban a cambiar; de pronto había intereses políticos, o artísticos o, como ha sucedido más recientemente, clínicos y analíticos. Fue entonces que recordé el texto de Sacks y haciendo una analogía pensé: ¿Será acaso que el blog de Istericka es también una cuenta cronológica de mi patología? ¿Será acaso, por decirlo en términos que resulten más congruentes con la forma en que lo pienso, que este blog retrata el devenir, después de un intenso punto de ruptura (lo patológico) que me llevó a la anormalidad, para crear una nueva (favor de ver “Sobre “Lo Normal y lo Patológico”” en la entrada previa) normatividad? Salí pues, del consultorio de mi analista con la idea de revisar este desarrollo, cosa que hice con cierto detenimiento. Llegué pues, a ciertas conclusiones, reflexioné y encontré sentido. No describiré aquí lo que pude ver, en primera, porque para eso tengo facebook ¿o es que no es ese el lugar común en que todas y todos arrojamos nuestros síntomas? En segunda porque, revisando el índice de lecturas sobre cada post, puedo inferir que este texto será casi privado y, en todo caso, si he de repetir para mí misma mis hallazgos, prefiero hacerlo a la comodidad del diván. En tercer lugar, porque la evidencia salta a la vista y en el dudoso caso de encontrar a alguien a quien interese saber cómo y hacia dónde se ha desarrollado mi patología personal, entonces no hace falta más que echar un vistazo retrospectivo a cada publicación. Esta omisión deliberada constituye, desde luego, una expresión de respeto hacia ti, querida o querido lector, pues, aunque especies animales como las aves regurgitan para alimentar a sus crías, me parece que en este contexto, lo mejor es que cada quien mastique su propio alimento, en compañía preferentemente de un o una profesional, pero eso sí, invariablemente con sus propios dientes.

(1) Digo "supuesto tipo neurológico", porque a pesar de que Sacks especula sobre "un proceso degenerativo o tumor enorme en las zonas visuales del cerebro", no nos aporta ningún tipo de seguimiento que aporte validez a este diagnóstico. Además, algo que es apreciable a lo largo de todos los casos clínicos de "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero", es la reflexión sobre qué tanto, incluso los trastornos que tienen una clara asociación con desórdenes neurológicos, se hallan condicionados exclusivamente por estos. Este tema deja para muchísimo. Valdría sin duda la pena hacer un texto especifico que reflexione sobre el particular, pero como dijera Michael Ende en una de sus más conocidas obras: "Esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión".

lunes, 26 de mayo de 2014

SOBRE “LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO”

"Papá dijo: este niño no es normal; será mejor llevarlo al hospital".

Leyendo Una teoría sexual de Sigmund Freud, encontré la siguiente nota: “En sentido psicoanalítico es también, por lo tanto, un problema necesitado de aclaración el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer y no tan sólo algo natural, basado últimamente en la atracción química ”. Más adelante, Freud asegura que la elección de objeto sexual para cada individuo es, en efecto, una elección, lo cual lleva implícito, el que constituye un acto distinto a la mera programación fisiológica y que ocurre en un espacio temporal de la vida del sujeto, que según el propio Freud, corresponde con la pubertad y depende de varios factores que acepta, aun le resultan desconocidos, pero que sin duda tienen su origen en la interacción del individuo con su medio ambiente.

Nuestro genial maestro era un hombre convencido de la postura epistemológica que propone que en el acto de conocer, sujeto y objeto sostienen una relación dialéctica en la que quien conoce modifica al objeto que es conocido y a su vez es modificado por él, de tal suerte que uno y otro, irremediablemente, ya no son los mismos. En este contexto, resulta de particular interés la nota citada, pues la idea común es que son las relaciones erótico-afectivas no heterosexuales las que deben hallar una justificación, ya sea biológica o en el campo de las taxonomías psicoclínicas, para su propia existencia. Para Freud, también aplica a la heterosexualidad la clásica pregunta “¿El homosexual nace o se hace?” y con ello nos introduce de lleno, de acuerdo a su costumbre, en la reflexión crítica de ideas y situaciones tan ampliamente difundidas y aceptadas, que parecen resultar inamovibles.

En el mismo texto, Freud se refiere a la elección de objeto de tipo heterosexual como normal, mientras que se refiere a la homosexualidad en términos de inversión. Sin embargo, también argumenta que, pese a que la elección de objeto “invertida” se encuentra fuera de la norma, y es por tanto anormal, no necesariamente es patológica. Nos abstendremos de ofrecer más detalles sobre este texto freudiano, a fin de ceñirnos al objetivo central del presente trabajo, no obstante, aludirlo de la forma en que lo hemos hecho, representa una clara ilustración del tema que pretendemos desarrollar. Si lo normal requiere asimismo, argumentar su génesis y su desarrollo de la misma manera que lo anormal ¿entonces cuál es la diferencia sustancial entre ambos? Canguilhem sostiene en su obra Lo Normal y lo patológico, que el término “normal” corresponde con aquello que se encuentra dentro de una determinada norma, sea de manera consensual, o de acuerdo con una media estadística respecto a funciones fisiológicas, ideas o comportamientos. Así, por ejemplo, de acuerdo con la OMS, la esperanza de vida promedio en México, rondó en 2012, entre los 73 años para hombres y 79 para mujeres . Si pensamos en dos hipotéticos individuos varones, de los cuáles, el primero fallece a los 50 y el segundo a los 96, podemos corroborar que se cumple la norma estadística, pero al revisar cada caso por separado, nos daremos cuenta de que ambos sujetos se alejaron de manera contundente de ella. Bajo tales circunstancias, podríamos con Canguilhem reflexionar respecto a lo falaz y relativo que resulta el término de lo normal, producto de la media estadística para representar a la realidad. El Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) nos aporta otro dato interesante, pues asegura que en 1930 la esperanza de vida para los mexicanos era de 34 años . Tras considerar esto, podríamos afirmar que, aún cuando su muerte ocurriera a una edad prematura de acuerdo con la norma actual, nuestro hipotético personaje que falleció a los 50 años, constituye un gran progreso con relación a la década de los 30 del siglo pasado. Es claro que lo normal también está sujeto a época y latitud, pero además esto nos lleva a considerar que, morir a los 50 años es tan anormal en nuestra época, como lo era en 1930, sin embargo, aunque en 2014 podríamos pensar que la muerte a los 50 guarda estrecha relación con la patología, en 1934 podría considerarse de un modo totalmente opuesto. Un análisis de las condiciones de vida de un sujeto que logró vivir hasta los 50 años en la década de los 30, arrojaría interesantes datos respecto a las condiciones que le permitieron alcanzar un periodo de vida superior a lo esperado. Este sujeto, en su supuesta anormalidad, habría tenido la cualidad de generar una normatividad propia, es decir, una relación con el medio ambiente distinta y que representa un claro progreso adaptativo-evolutivo. Al tachar de supuesta la anormalidad de nuestro sujeto, hago eco de Canguilhem cuando asegura que lo que parece anormal desde una perspectiva, puede ser totalmente normal desde otra óptica y es que, muy probablemente las condiciones de vida, sean socioeconómicas, genéticas o alimenticias de nuestros personajes puedan explicar fehacientemente las razones que les llevaron a vivir hasta los 50 años, lo mismo para el caso de quien habría vivido en los años 30, que para quien habría sido nuestro contemporáneo. Esto nos permite a su vez inferir que cada uno de estos sujetos, habría sido capaz de generar una relación con el medio ambiente, a su modo, normal, que explica un anormal periodo de vida. Según Canguilhem, “el enfermo no es anormal por ausencia de norma, sino por incapacidad para ser normativo”. Con ello hace referencia a la capacidad de los seres vivos, pero específicamente de los seres humanos, para generar nuevas normatividades a través de innovadoras formas de interacción con el medio ambiente dentro de un contexto de salud, así como de la incapacidad respecto a esta misma innovación, condicionada por la enfermedad.

A estas alturas parece ya muy claro que, ni siquiera en el campo de lo fisiológico, normal y patológico son antónimos. Nada nos permite suponer, por tanto, que lo que desde una determinada óptica nos aparece como anormal, lo sea intrínsecamente. Por tanto la supuesta relación de correspondencia anormal-patológico, comienza sin remedio diluirse. Es más, si retomamos la consideración constructivista, ya antes enunciada de la relación dialéctica sujeto-objeto, tendríamos que pensar que la única forma de establecer una correspondencia salud-normalidad rigurosa, seria a través de sujetos dotados de una constitución genética idéntica, que fueran criados bajo condiciones idénticas de relación con idéntico medio ambiente, lo cual es por lo menos hasta el día de hoy, sólo posible en la ciencia ficción, como en el caso del Mundo Feliz de Huxley. Existe, desde las estructuras del poder en nuestras sociedades, una tendencia a imponer un criterio de normalidad, rígido y universal que se busca introyectar desde la célula básica de la sociedad, que es la familia, pero además, esta normalidad se ostenta como única garante de la salud. Vemos en consecuencia, intentos desde las iglesias y grupos conservadores, por presentar e imponer un solo modelo de familia, que es el heterosexual, unido en matrimonio y con hijos, donde además todos son cristianos, preferentemente católicos. En este modelo, los hijos tendrían que recibir cuidados y educación igualmente estandarizados, que les llevarían irremediablemente a replicar dicho modelo único de familia sucesivamente hasta la perpetuidad. Desde luego, esta visión implica el hecho de que, aquello que sale de la norma, lo anormal, sea considerado patológico, delincuencial, digno de segregación, confinamiento en la cárcel o el manicomio y susceptible de una supuesta readaptación que no es sino lo que los psicólogos sociales llaman conformidad. Sin embargo, es la propia realidad, la inercia de una sociedad compleja por antonomasia, la encargada de problematizar en torno al modelo normalizado de familia. Según el propio INEGI, durante el segundo trimestre de 2012, 7 de cada 10 jefas de familia eran solteras, viudas, divorciadas o separadas, mientras que el 94% de los jefes, eran casados o unidos . Aunque este simple dato da para muchas reflexiones, nos centraríamos en el elevado número de familias monoparentales, es decir, que de esa supuesta pareja idealizada que funda una familia, sólo uno de los integrantes, en su mayoría mujeres, se hace cargo de ella. ¿Cómo puede entonces esperarse una tal estandarización del criterio de normalidad para toda una sociedad, si las condiciones de vida son tan heterogéneamente distintas de las que serían indispensables?

Canguilhem señala que los individuos somos capaces, ante un estado patológico, entendido como la discontinuidad en el equilibrio primario, de convertir a la anormalidad en una nueva norma, de constituir una nueva normalidad que no restaura el equilibrio primario, sino que genera otro distinto y es precisamente en este principio, en el que parece encontrarse el meollo del éxito adaptativo desde la óptica evolucionista.

En una entrevista con Eduard Punset, la Dra Louann Brizendine señala que incluso las redes neuronales son susceptibles de modificación y adaptación en función de las eventualidades provistas por el medio ambiente, de forma que, por ejemplo, cuando una persona pierde alguna extremidad, las neuronas involucradas directamente con ésta, son reasignadas hacia nuevas funciones . Es claro que quien ha perdido una extremidad se encuentra fuera de la norma estadística con relación a los demás seres humanos y en el imaginario común, su pérdida constituye un evento patológico. No obstante, esto sólo lo será para el individuo en la medida en que no logre hallar una nueva funcionalidad. Canguilhem señala la imposibilidad de restaurar el equilibrio primario; el equilibrio subsecuente tendrá que ser otro y por tanto, la relación dialéctica entre sujeto anormal y medio ambiente tendrá que ser a su vez, distinta. La afirmación de Brizendine, tiene una importancia capital para el tema que nos ocupa, puesto que pone sobre relieve la posibilidad de modificar lo inmodificable: si las eventualidades del medio ambiente pueden condicionar, no sólo la conducta y la vida psíquica de las personas, sino incluso, su estructura neuronal, entonces lo único que puede afirmarse sobre lo que es normal en los seres humanos, es su capacidad de adaptarse a la anormalidad y construir nuevas normalidades. ¿Qué sería entonces lo patológico, si no la molicie, la rigidez, la incapacidad de ofrecer respuestas distintas ante contextos cambiantes?

Canguilhem retoma a Goldstein quien considera un hecho biológico fundamental el que “la vida no conoce de reversibilidad. Pero si bien no admite restablecimientos, la vida admite en cambio reparaciones que son verdaderamente innovaciones fisiológicas. La mayor o menor reducción de esas posibilidades de innovación mide la gravedad de la enfermedad. En cuanto a la salud, en sentido absoluto, ésta sólo es la indeterminación inicial de la capacidad para instituir nuevas formas biológicas”. Esta idea me remite, desde luego a la consideración psicoanalítica de la neurosis, la psicosis y la perversión, como epistemologías, formas de interacción dialéctica entre el sujeto y el medio ambiente, más que como categorías patológicas y más aun, a la cura que en psicoanálisis consiste, más que en “combatir el mal”, en posibilitar para cada individuo la construcción de una nueva normalidad, una interacción con el medio que resulte más funcional, comprendiendo que una disfunción externa, provoca una anormalidad personal, que no constituye sino un intento de resignificación, de re-signación, entendida ésta como un proceso dinámico y no estático, capaz de superar discontinuidades que son vividas como auténticas fracturas, que de otro modo resultarían insalvables.

Quisiera cerrar el presente ensayo con dos citas más de Lo Normal y lo Patológico, que, desde mi punto de vista, constituyen consideraciones ineludibles para todo profesional de la salud mental: “Aquello que es normal –por ser normativo en condiciones dadas– puede convertirse en patológico en otra situación, si se mantiene idéntico a sí mismo”. Por tanto, “No tenemos derecho a modificar estas constantes : con ello, sólo conseguiríamos crear un nuevo desorden”.

Pudiera parecer estúpida o enferma, bajo un contexto determinado, la actitud de un hombre sentado frente a un trozo de madera y golpeando con los dedos pequeños fragmentos de marfil, pero sin ella y en el contexto idóneo, con toda certeza, el mundo jamás hubiera conocido a Mozart.

lunes, 28 de abril de 2014

REFLEXIONES SOBRE LA PELÍCULA HANNAH ARENDT

Existe en la película una escena en que Hannah Arendt, discutiendo con el filósofo alemán Martin Heidegger, su maestro y amante, le espeta su rechazo ante la aterradora idea de un “Pensamiento apasionado”. Del propio diálogo se desprende que Heidegger pone en tela de juicio la idea de la filosofía clásica (y que se expresa en el Fedro de Platón), de la razón y la pasión como opuestos, donde la razón debe prevalecer sobre y dirigir a la pasión. Por tanto, algo como un pensamiento apasionado, donde ambos confluyen, sin intentos de dominio de uno sobre otro, donde quizás ambos son una misma cosa, se presenta como toda una revolución según la propia película. Esta misma idea nos lleva a poner en tela de juicio muchos, si no es que todos los conceptos y valores ético-morales de la civilización occidental contemporánea. Es el lugar de la paradoja tan bien identificado por el psicoanálisis y sobre el que Lacan abordó cuando explicitó el carácter conjetural de la ciencia psicoanalítica. Vale la pena iniciar este análisis partiendo de una cuestión aparentemente anecdótica dentro de la trama, pero que nos presenta un interesante antecedente con respecto a las motivaciones de Arendt. ¿Por qué, una alumna brillante como Arendt que, en tanto judía y ex reclusa en un campo de detención, ve confrontadas sus más profundas convicciones a partir de las actitudes pro nazis de su gran maestro, sin embargo, decide continuar con él? Surge entonces la cuestión: Si Arendt ama y sigue el pensamiento de Heidegger ¿por qué la expresión de ese mismo pensamiento le confronta tanto? Es claro que por su historia de vida, pero entonces ¿Por qué, si la expresión del pensamiento de Heidegger en un tema de capital importancia es tan diametralmente opuesto al de ella, decide quedarse como discípula, para seguir empapándose de ese mismo pensamiento? ¿Cuál es esa parte de él, de su saber o de la dinámica entre ambos, que hace la diferencia en ella? Pensar; ese diálogo interno entre el yo y el yo mismo, es una labor solitaria, pero, en tanto que humana, no puede menos que verse permeada por la pasión y el deseo: por el Agalma platónico. Aun cuando le parece aterrador, Hannah misma parece moverse a partir de este pensamiento apasionado: desde mi óptica, no queda clara la frontera entre la mujer amante y la brillante discípula. Veo otra expresión de pensamiento apasionado cuando, en mayo de 1960, la policía secreta israelí, violando tratados internacionales en la materia, ingresando previamente de manera ilegal en Argentina, captura sin más a Adolph Eichmann considerándolo un criminal de guerra. Esto me lleva a una nueva cuestión: ¿es posible ejercer justicia a través de la violación explícita de la ley? ¿Cuál sería entonces la esencia de eso que llamamos justicia y ley? ¿Son acaso lo mismo? De nueva cuenta la razón, el afán de justicia no domina a la pasión, expresada en el rencor profundo ante los genocidas, sin embargo, de no haber sido así, de haber recurrido a las instancias legales argentinas e internacionales, lo más probable es que Eichmann, en caso de ser detenido, habría sido extraditado a Alemania y hubiera cumplido una condena benévola, lo cual habría sido, ante los ojos de un mundo aterrorizado por la Shoah, y ante el pueblo israelí, una enorme injusticia e incluso una burla. En este segundo caso, en que Israel hubiera respetado los procedimientos establecidos ¿habríamos hablado de plena justicia? De nuevo nos parece que esa entidad llamada justicia y su “naturaleza”, son demasiado etéreas. Es claro que toda esta maquinaria echada a andar para detener a los líderes nazis que habían logrado escapar a los Juicios de Nüremberg, cumplía afanes políticos, reivindicativos de un pueblo y de una nación. Por ello no puede haber menos que una justicia con sesgo, pues es impensable un juicio imparcial donde el acusado tuviera la mínima posibilidad de salir absuelto. Apreciamos entonces un proceso jurídico plagado de una teatralidad tan clara para Eichmann, que no puede menos que asumir una actitud de enfado y desprecio (lo cual además viene muy bien para los objetivos del juicio) ante los arranques emotivos de los testigos de cargo. No quiero decir con ello que sean actuados, sino que fueron deliberadamente escogidos por la fiscalía: Lo importante no es la declaración en sí misma, sino el efecto psicológico que causa en el jurado una víctima que, sin poder continuar con su declaración, cae al suelo en un arranque de pánico. Eichmann expresa entonces, con sobrada razón, sentirse “como un bistec siendo frito”. Existe a la vez un pensamiento apasionado en Hanna Arendt, quien, habiendo sido víctima del régimen nazi y recluida en el campo de detención de Gurs, durante la llamada “Francia de Vichy”, habiendo sufrido la violencia extrema y habiendo escapado de una muerte segura, se plantea, desde su lugar de filósofa, comprender, dotar de significado a un acto tan irracional como el holocausto (¿puede lograrse tal objetivo desde la mera visión de la filosofía?), lo cual implica, desde luego, indagar en la motivación del otro. Aunque ella se plantea explícitamente abordar la cuestión desde una óptica estrictamente filosófica, como es de suponer, en los hechos no logra evadir sus propias emociones, su pasión personal en la labor, no logra dejar fuera su necesidad de explicarse y resignificar (catarsis en busca de abreacción) tal brutalidad que ella vivió en carne propia, pero paradójicamente, es justo ese lapsus, el que la lleva a contemplar el proceso desde un lugar distinto al de un gobierno, un pueblo judío, orgullosos y empoderados por su recién creado Estado de Israel, con motivos directos para el linchamiento público de Eichmann y una opinión pública internacional influenciada por una ideología que cobró auge sólo a partir del hecho de que Alemania perdiera la guerra ¿Acaso pensaríamos igual sobre el régimen nazi, sobre el holocausto y sus ejecutores si Alemania hubiera vencido? ¿Los nazis habrían sido los héroes y entonces el genocidio habría representado un “daño colateral”, como suele decirse en otros contextos? Arendt sólo a partir de la intromisión de sus propias necesidades emotivas logra formular postulados ajenos a la norma ideológica, genuinamente filosóficos, sobre la esencia del mal y los regímenes totalitarios. ¿Podemos entonces calificar de imparciales sus reflexiones? Desde luego que no, pero tampoco podríamos por ello, juzgarlas como erradas, ni mucho menos restarles mérito. Obviamente, también existe un pensamiento apasionado entre la sociedad judía de Estados Unidos y del propio Israel, al condenar la obra de Arendt y prejuzgarla como una traidora defensora de Eichmann y de los nazis. Existe en la presión ejercida por el Estado israelí al censurar la aparición del libro. Existe, mejor dicho, la intención totalmente consciente, de aprovechar el arranque emotivo que despertaron las reflexiones de Arendt, para desvirtuar la idea de una posible complicidad de los líderes judíos respecto al holocausto. Es importante señalar la confusión, deliberada desde el gobierno israelí, e irreflexiva desde las comunidades judías, que surge entre la aseveración original de Arendt sobre “algunos líderes judíos fueron cómplices” y “(todos) los judíos fueron cómplices”, además de la que existe entre la afirmación “por un motivo u otro fueron cómplices”, lo cual tiene un carácter meramente circunstancial, a la interpretación en el sentido de que tal complicidad fuera deliberada . En este contexto también es importante considerar lo dicho antes de la publicación de los textos, dentro de la editorial del New York Times: “Nuestros lectores no quieren disertaciones filosóficas, sino saber lo que hizo el nazi Eichmann”, lo cual nos remite, además de al tema del circo mediático para satisfacer los afanes sádicos del público, a la reflexión sostenida por Heinrich, esposo de Hannah, en el sentido de pretender juzgar a la historia a través de un solo hombre. ¿Es posible, justa y/o lícita tal empresa? Hablando estrictamente sobre el contenido filosófico de su indagación sobre el juicio de Eichmann, Arendt señala que el objetivo de los campos de concentración consistió en pervertir algunos de los supuestos más importantes de la ética y moral occidental contemporánea: El castigo no requiere delito, la explotación no conlleva retribución, ni el trabajo implica producto, pero además, el mal no es producto del egoísmo, como sería corriente pensar, sino de considerar al otro como superfluo, como No-humano, o peor aún, como humano y sin embargo, totalmente prescindible. Esto nos lleva a pensar que existen otras formas de concebir lo humano y estas formas, pueden tener consenso, entonces ¿existe una naturaleza humana que esté más allá de toda construcción social? ¿Existe una Naturaleza del bien y del mal? Hannah responde a esta última pregunta a través de un binomio interesante al que después considera un error: El mal puede ser banal y radical. Desde mi punto de vista, ella se equivoca al reformular y su propio replanteamiento constituye el efecto emocional (pensamiento apasionado) de la presión social ejercida sobre ella. En efecto, el mal puede ser banal y radical a la vez, y de hecho, justo esa calidad de banal, expresada en las motivaciones del propio Eichmann: “Mi lealtad es mi honor”, “sólo cumplía órdenes”, ”hice un juramento”, “nunca maltraté personalmente a ningún judío”, “las ejecuciones corrían a cargo de otro departamento”, “no tengo, ni tuve jamás nada personal contra los judíos”, le llevan a no sentir responsabilidad ni culpa sobre sus actos en el holocausto. Justo esa banalidad, esa “aterradora normalidad” y mediocridad de un hombre incapaz de pensar por sí mismo, es lo que posibilita la radicalidad del mal. No sólo fue Eichmann, no sólo fue el régimen nazi, ni Hitler; era el zeitgeist, compartido incluso del otro lado del Atlántico, ante una ideología que ofrecía terminar con el comunismo ruso y su creciente expansión por Europa. Prueba de que la negación de este binomio entre banalidad y radicalidad del mal es producto de la emoción de Arendt, es su reflexión en el sentido de que sólo el bien puede ser rotundo y radical, en contraposición a un mal que sólo puede ser extremo. Existe aquí una exaltación del bien en sentido de que sólo en él puede haber completitud, mientras que el mal es incompleto en sí mismo, que corresponde con una forma de pensamiento sujeto a determinados lugar y época, es decir, a la cultura, y ello nos remite a la reflexión inicial: ¿Es que acaso pasión y razón son necesariamente entidades opuestas? ¿Lo son el bien y el mal? ¿Tienen, cada uno de estos conceptos, una Naturaleza propia que además es distinta la una de la otra? Arendt expresa una conclusión que, al menos para ella, dista mucho de ser respuesta; por ello pasa el resto de sus días dedicada al tema del mal, a comprenderlo, en una búsqueda para la que no alcanza, ni siquiera su último aliento. Dirección: Margarethe von Trotta Producción Bettina Bokemper Escrita por Margarethe von Trotta y Pam Katz