lunes, 23 de mayo de 2022

DEL MAR ADENTRO EN LA SANGRE A LA RISA DE DIOS. A RITA GUERRERO, 11 DESPUÉS

Ayer, 22 de mayo, Rita Guerrero, la genial vocalista de bandas como Santa Sabina y Ensamble Galileo, habría cumplido 58 años de vida. En realidad, no sé si “habría” fue la palabra correcta y también dudé en decir: “cumple 58 años de vida” y es que, si bien es cierto que su corazón se detuvo aquel funesto 11 de marzo de 2011, en lo personal no me lo acabo de creer. Cómo creerlo, si justo esta mañana la escuché cantar “Nada va a llenar el vacío mar que hay en su corazón. Quizá el mar muerto le dé vida otra vez”. Cómo asimilarlo, si de vez en cuando viene a susurrar a mi oído historias sobre vampiros y mujeres que se funden con la luz del mar. Pienso en ella como se piensa a la buena música, que, para ser, necesita imperativamente un fin, pero que, paradójicamente, ese fin es el principio de la añoranza, de una sonoridad que se queda vibrando en las cuerdas de la emoción durante mucho… mucho tiempo después del último compás, que nos mueve la piernita al tempo mientras continuamos la pieza tarareando, acaso, varias horas. Conocí a Santa Sabina cuando tenía… 17 años y desde la primera vez que los vi, soñé que algún día me subiría a un escenario a hacer música. Rita, al frente de una banda deliciosa, fue aquella inspiración trascendente; la súbita revelación de que los ángeles bajan a la tierra y derriban, como aquellas míticas trompetas de Jericó, el muro lamentable de una cotidianidad abúlica. Ese muro cae una y otra vez, cada día, con sólo tomar mi instrumento y ejecutar, construir música, hacedores de lluvia, tal y como se lo vimos hacer primero a ella. Se desploma con estrépito, hoy día, cada vez que con ella reflexiono: “qué importa la muerte, si la vida no es vida. “Que importa la vida, si la muerte es la vida”. Y de pronto se me ha disipado la duda; Rita, así como te lloré hce 11 años con un intenso Mar adentro en la sangre, hoy celebro tu vida, con la mismísima fiel Risa de dios.

jueves, 23 de septiembre de 2021

ROCKOTITLÁN (Fragmento de mi nivola "La Crónica de un Ángel Rojo" actualmente sin terminar)

Si bien es cierto que, apenas unas calles atrás, la calma y la oscuridad ya eran profundas, sobre la Avenida Insurgentes Sur siempre tienes la impresión de que la noche está por comenzar. Recuerdo la larga fila para entrar a Rockotitlán, que tenía un espectacular en neón bastante divertido con un diseño de reminiscencias prehispánicas, algunos nopales y la leyenda “El lugar del rock”. Recuerdo que ya se escuchaba música dentro y que la gente conversaba entre sí de temas que no alcancé a distinguir. Aunque la enorme mayoría eran jóvenes, claramente eran mayores que yo ¿Qué demonios estaba haciendo yo ahí, luciendo un pantalón de vestir en color café y una camisa formal de manga larga? Probablemente ni siquiera me dejarían entrar. Agradecí en silencio la torpeza para hacer nudos de corbata, que me llevó a comprar una pre anudada que se adhería al cuello de la camisa con un pequeño gancho. La retiré con un movimiento brusco, arremangué mi camisa, la coloqué por fuera del pantalón y me revolví un poco el cabello, diluyendo la pesada capa de gel que lo mantenía tieso. Llegó mi turno para entrar toda vez que logré superar la escalera, pues el lugar estaba en un segundo piso y para mi sorpresa, nadie me puso reparos. Observando con un poco de calma, tampoco eran inusuales ahí los chicos precoces como yo, así que sentí confianza. La calle tenía el tenue aroma dulzón del humo de mariguana, pero el interior apestaba a tabaco; densas nubes de humo dotaban la escena de cierta irrealidad. Alguien puso en algún momento en mi mano un vasito desechable lleno de cerveza que, al parecer se incluía en el boleto de entrada y le di un sorbito timorato. Rockotitlán era fantástico; hacia la calle había un balcón donde la gente conversaba, fumaba y bebía; las paredes estaban decoradas con vistosos grafitis y la música de ambiente era todo un lujo. Distinguí “American woman” de The Doors, y luego la canción de una banda mexicana que ya había escuchado antes: “Llegando a la fiesta, te veo besaaandote con otro”. La concurrencia gritó a coro como si fuera un mantra: “¡¡Qué poca madre!!” y bailaban divertidos, mientras el cantante, a través de la grabación continuaba narrando sus infortunios amorosos. No lo sabía entonces, pero acababa de presenciar un ritual del lugar que incluso llegaría a ser tradición nacional. De pronto la música se detuvo y el público rugió. Subió al escenario ubicado al fondo del local, un sujeto que al parecer era nuestro anfitrión (supongo que era Fernando Arau), tomó el micrófono y nos dio la bienvenida. Habló también sobre la gran ocasión que todos en el lugar festejaban, pues a la par del 25 aniversario de una de las bandas más icónicas del rock mexicano, seríamos testigos del estreno del nuevo disco de El Tri, titulado “Una rola para los minusválidos”. Hizo una pausa que la gente de nuevo celebró, se aclaró la garganta y a continuación exclamó: “¡¡Rrrrrrrrrrrockotitlán preseeeentaaaa... a Criogeeeeniaaaaaa!!”. La gente aplaudió con frialdad y fue cobrando fuerza un coro: “Looooraaaa, Looooraaaa”. Sin embargo, en el escenario, un grupo de jóvenes terminaba de instalar sus instrumentos y comenzó su show: “Buenas noches, nosotros somos Criogenia (¿Qué diablos es una criogenia?, pensé. Otra palabra para buscar en el diccionario) y vamos a festejar al Tri”, dicho lo cual, se contó un compás de 4/4 desde la batería y la banda comenzó. El sonido era intenso e interesante; la gente comenzó a moverse al compás del sonido acre y un tanto electrónico que no obstante era poderoso. Yo los miraba tocar como entre sueños; eso que estaban haciendo era fantástico. Seguí sorbiendo de mi vasito con cerveza y también sucumbí con el movimiento de mi cuerpo al influjo de aquel sonido altamente contagioso. La presentación de Criogenia se desarrolló, no obstante, sin pena ni gloria durante tres o cuatro canciones, pero después volvieron los gritos de ¡¡Looooraaaa, Loooooraaaaa!! (¿Qué rayos es un lora? ¡¡Vaya momento para no traer mi libreta de notas!!) que incluso apagaron el sonido de la banda. Lo lamenté profundamente; Criogenia sonaba realmente bien y hubiera preferido escucharlos al menos otra hora. La banda telonera no obstante se despidió y comenzó a desconectar sus instrumentos, mientras el lugar se llenaba con los acordes de otra grabación: “Acéeeercateeee, juntemos pieles formando sooombraaaaas...” A esos también los conocía, los había visto tocar en el Palacio de los Deportes, alternando con otra de mis bandas favoritas; Soda Stereo. Aunque mi interés estaba centrado en los argentinos, lo cierto es que Caifanes me fascinó. Sabía que en Rockotitlán también eran de casa; “Te estoy miraaandooooo, ya no hay materia; es un viiiciooo, es un hábitoooo”, cantaba la concurrencia acompañando la música de fondo. Lo siguiente que aconteció fue inesperado; un grupo de personas uniformadas con pantalón de mezclilla negro y playeras del mismo color con el logotipo que ya conocía de El Tri estampado en el pecho, se colocó al borde del escenario, a ras de pista mirando hacia la concurrencia. Para ese momento el lugar estaba abarrotado, simplemente no había para donde moverse. De pronto, nuevamente Arau en el escenario y luego de repetir los motivos del festejo, con visible emoción, presentó ¡¡Al Tri!! La gente rugió al punto que el lugar parecía derrumbarse, sobre todo cuando los músicos comenzaron a salir a escena, y al final un personaje flacucho, de melena rizada y pinta que me pareció de dogadicto. “¡¡Loooooooraaaaaaaa, Looooooooraaaaaaaaa!!” El público estaba enardecido y trataba de acercarse al escenario, que sin embargo estaba fuertemente custodiado. De nuevo la cuenta con las baquetas del baterista y esta vez fue turno de que las bocinas del lugar rugieran con el estruendo de las guitarras. La concurrencia comenzó una danza violenta donde francamente abundaban los empujones, patadas y puñetazos. —¡¡Que putas es esto!! — Mientras el flacucho, que tocaba un bajo con la forma de una gran mano pintando un pito, comenzaba a cantar. Escuchándolo en vivo su voz no me pareció desagradable; retumbaba poderosamente por las paredes del lugar y henchía mi piel. No recuerdo el momento exacto en que me relajé y comencé a seguir el baile colectivo, recibiendo y soltando golpes a diestra y siniestra. ¡¡Qué sensación maravillosa!! ¡¡Qué embrujo delicioso de sentirme flotar en medio del espacio sideral, sin arriba, sin abajo ni tiempo!! El líquido de mi vasito había desaparecido y yo sentía una gran euforia, bailaba y bailaba, sudaba, golpeaba y recibía golpes sin sentir en realidad dolor. La única sensación omnipresente era esa música virulenta, febril, francamente delirante, que me daba ganas de estallar y expandirme como una onda sonora, trazando círculos concéntricos cada vez mayores, cada vez más alto, uno y otro, y otro más desdeñando con su interminable expansión, a la mismísima eternidad. “Mi madre me dice que todo lo que hago, que todo lo que hago, que todo lo que hago estáaa maaaaal, yo no sé por quéeee”. Cuando la banda hizo una pausa para hablar sobre su aniversario, me percaté de que, con un vasito de cerveza, estaba yo borracha como una cuba. El cantante habló una jerga vulgar, pero la gente le celebraba todo: —¡¡Loooooooraaa, háaaazme un hiiijoooo!!—, gritó para mi espanto (¡¡qué puritana era!!) una chica desde el público, pero me hizo reír: —Ahhhh, de manera que eso es un Lora. —Lo que continuó fue una power ballad que nos dio a todos un respiro: “No sieeeempreee, las cosas son como debieran ser”. Me puse de pronto triste; recordé a mi madre golpeándose en la cocina de casa y por un momento salí del trance. “No sieeeempreeeee, se puede tener la razón... Tú me haaaaaaceeees, sentir como en un juego de beisbol; me poooonchas, o me haces batear de jonrón”. Hubiera querido saberme la canción, habría querido gritarla con todo lo que me quedaba de voz, pero sólo aullaba, aplaudía y bailaba en medio de la danza colectiva que se había tornado hipnótica: “Tú eres como un sueño, y yo tan sólo soy un poooobre soñador. Tú eres sólo un sueño, y de este sueño nunca quieeeero despertar... ¡¡jamás!!”. Algunas canciones después, la banda terminó y la gente retomó cierta compostura, como suele ocurrir en el cine al terminar la función. La música de fondo corría a cargo de Misfits pero el público ya era indiferente. Salí del lugar tambaleándome por una feliz y ridícula borrachea producto del solitario vasito de cerveza que había ingerido, percibía un zumbido que taladraba mi oído izquierdo y así, de tumbo en tumbo regresé a casa, mientras tarareaba lo poco que recordaba de aquella canción: “Cooontiiiigoooo, me quiero escapar de esta realidad, y nuuuuncaaa, ya nunca quiero regresar. Nuuuuuncaaaaaaa”. Cuando llegué a casa, el departamento estaba en silencio y en penumbra. Entré sin cuidarme de no hacer ruido y me deslicé hasta mi habitación, donde Gabriel estaba rendido al sueño. —Pinche carnal, —Le dije. —¡¡Cómo te pinches quiero!! Lo besé en la mejilla y me tumbé en mi cama. A la mañana siguiente, de sábado, me levanté con un enorme dolor de cabeza y el zumbido de mi oído seguía ahí. Salí a la sala y mi madre desde la cocina me saludó: —Hola, dormilón, bonitas horas de despertar; son más de las 11; tu padre lleg... se levantó muy temprano y llevó a Gabriel a comprar zapatos. Ven, hice huevitos rancheros y te esperé para desayunar contigo. La besé en la mejilla como saludo y la vi sonreír, la abracé y le dije que la quería mucho. Ella me devolvió el gesto con amor y luego se retiró para servirme un poco de café, que por ciento no acostumbraba. Me senté a desayunar en su compañía y ella hablaba sin cesar sobre asuntos triviales con las vecinas. Sabía que no estaba bien, pero no tuve valor de preguntarle nada, ni ella cuestionó mi ausencia de la noche previa; sólo la escuchaba, divertida y pensaba en cuánto la amaba, en cuanto desearía que ella, la mujer más buena y hermosa que había conocido en el mundo, jamás sufriera.

miércoles, 11 de marzo de 2020

BUENAS TARDES

Hace unas semanas me topé con un viejito que por lo general anda en los alrededores de mi oficina. Se ve muy pobre; tal vez sea un pepenador, porque siempre va jalando un carrito Aquella vez lo sorprendí mirándome y me dio ternura; le sonreí y le dije: Buenas tardes.



A partir de ese día, coincidimos diario; él me miraba, yo sonreía y lo saludaba del mismo modo. Un buen día, después de lo que ya era un ritual (luego de dos semanas más o menos) lo escuché silbarme de una manera francamente grosera; volteé a mirarlo con franca sorpresa y él me hizo una mueca con la boca, un chasquido con la lengua francamente soez.



¿Cómo describo lo que pasó por mi cabeza en los segundos siguientes? Una sorpresa pasmosa... asco..., vergüenza; enojo con él..., decepción y, por último, enojo conmigo misma por haber sentido ternurita ante un viejo cochino. Me di la vuelta muy enojada y no lo volví a mirar a la cara.



Él sigue pasando cerca de mi oficina y jalando su carrito destartalado. Yo paso de largo fingiendo no mirarlo, aunque de reojo noto que no me pierde de vista. Lo peor es que, grandota y guerrera como soy (¡¡Ericka, ¡¡cómo te vas a poner al tú por tú con un pinche viejito!!), prefiero rodear o cruzar del otro lado de la acera, antes que a su lado. Ahí donde todos lo ven, pequeño y encorvado, ha logrado ganarme con dolo, unos cuantos metros de valiosísimo espacio público.



jueves, 12 de julio de 2018

DENIS LACTRIZ


A la memoria de Dennisse Montiel Ximé.

Llevaba varios días diciéndome que se sentía muy mal del estómago. Casi no comía desde aquella vez que por necesidad y contra su costumbre comió carne. ¿Sabes? Ella era vegetariana; decía que desde el cáncer linfático que tuvo durante su adolescencia, prefería prescindir de la carne, sobre todo si era roja. A no ser por las hormonas que con puntualidad religiosa consumía cada mañana, su forma de vida era un tanto silvestre: vegetariana y afecta al ejercicio. ¡Cómo la recuerdo con ese leotardo negro desteñido por el tiempo, que utilizaba para sus ejercicios de teatro! Una figura esbelta, pero tonificada. Recuerdo su larga cabellera rojiza cubriéndole los hombros; recuerdo su habla culta, su sonrisa grata, amplia casi de oreja a oreja y su mirada luminiscente en tono miel. “Denis Lactriz”, como ella misma se decía y muy pronto todos la llamaban, tenía sin embargo cierto cariz de tristeza: “La soledad es un lugar tan vacío sin ti”, dice una vieja canción de Bunbury. Ella era un personaje hermoso y trágico, casi prófuga de la pluma de Víctor Hugo.

—Deberías ir al médico— le espeté un buen día. —Eso ya no es normal para una simple salmonelosis—. Ella no me respondió, pero supe que no iría; eso de tomar asiento en una sala de espera y aguardar con ansiedad a que una recepcionista desencantada de la vida y de sí misma, grite el nombre que aparece en tu carnet de citas: —¡¡Caaarlooooos… Carlos Montiel, consultorio cuaaatrooooo!!— y parezca disfrutar la turbación de una muchacha que, contra toda lógica y para sorpresa de todos, se llama Carlos; avanzar seguida por la mirada inquisitiva del resto de la sala hasta refugiarse en el interior de un consultorio donde sabe que también será juzgada; esta vez por el mismísimo médico: — Y dígame; ¿¡¡cuando fue la última vez que tuvo sexo anal!!?—.

Cuando Denis llegó por fin a un hospital era ya demasiado tarde. No un consultorio, sino una sala de urgencias. No por su propia voluntad, sino vomitando sangre. ¡Qué frágil! ¡Qué flaca! Asidua como ella era a la literatura clásica, no pude al verla sino pensar en el Licenciado Vidriera. Dicen que el médico la auscultó y de inmediato supo que era cáncer. Cuentan que la abrieron como parte del diagnóstico y volvieron a cerrar casi en el acto ¡¡Metástasis generalizada!! Se rumora que nunca conoció la gravedad de su caso hasta que solita se secó como una rosa arrancada al tajo.

De vez en cuando sigo soñando con un viejo escenario vacío: una enorme caja negra bañada en semi penumbra, excepto por una muy tenue, casi fantasmal luz de calle. Denis Lactriz ya no puede evitar la carne roja como negando un canibalismo cromático. No puede tampoco ejercitarse vestida con su viejo leotardo descolorido, ni sonríe desmintiendo en vano su profunda melancolía. Ya no teme que la llamen Carlos, ni consume su hormona matinal, pero sigue siendo silvestre. Me gusta pensar que surge de la tierra como un lirio… Mejor aún: como una rojiza amapola, enfundado su cuerpo en verde, meciendo su florida cabellera ante el dios viento de la noche.

sábado, 28 de enero de 2017

El mundo pasaba más o menos por aquí, en su vuelta cotidiana alrededor del sol

Hace justamente un año, mi corazón se partía en mil pedazos y avanzaba dejando atrás aquello que había sido mi casa, mi vida y gran parte de mi familia. Profunda tristeza; abrazando al ayer que se escurre como la última luz a través de una rendija, la última nota en el último compás de mi postrera sinfonía.
Mirar perderse en lontananza aquellas calles que no volverás a pisar. Las sonrisas y los besos de un amor erosionado. Horas que devienen ocaso, penumbra que amenaza devorarse al mundo, dejando a los ojos cuenca sin mediar gusanos.
Aturdirse hasta no poder más; escuchar el estruendo del colapso cósmico. Apretar los párpados y las mandíbulas con la certeza de que todo gira hasta no haber nunca más universo conocido, ni lengua, música, ni luz.
De pronto abrir los ojos y descubrir que el mundo no se ha extinguido. Descubrir que se sigue estando aquí; que hay, de hecho, aquí y ahora un segundo después de la hora final. Palparse el pecho para comprobar que el corazón percute sin salir de tempo. Levantarse sintiendo cada extremidad del cuerpo entumida como frío de tumba, entibiándose no obstante, primera hierba al soplo de la primer ventisca estival. Arriesgar un torpe primer paso, luego un segundo y después descubrirse en franca marcha como un tren que pronto alcanza su máxima velocidad.
¿Y si todo acaba? ¿Y si nunca más? La eternidad es tan breve, 
—ahora lo sé—, que cada despojo deviene rosa y en cada pétalo sonríe, condescendiente, al mal llamado día del juicio final.



A Misha, dondequiera que estés... desde donde ya no estás.

domingo, 29 de mayo de 2016

ENTRE “FEMINAZIS” Y “PSICOANALINAZIS”


Con cierta regularidad leo en redes sociales, opiniones en que se utiliza la expresión, que no puedo menos que calificar de absurda, “Feminazis”. ¿Qué relación puede existir entre un movimiento como el feminismo que, al menos desde la época de la Ilustración, ha pugnado por reivindicar para las mujeres derechos tan básicos como la educación o el sufragio; que se propone además una reflexión profunda sobre el papel que las sociedades, particularmente, occidentales y occidentalizadas, han impuesto a las mujeres, en claras condiciones de inequidad (de ahí que no pueda llamarse “Igualitarismo”, como algunos proponen. Es feminismo porque la balanza claramente se halla aun inclinada en contra de las mujeres) para generar contrapesos que permitan la paridad entre géneros, entre este movimiento dialéctico por antonomasia y una ideología patriarcal, vertical, impositiva y asesina, que destaca como gran cualidad de “la mujer aria”, su lugar “natural” de madre y esposa procreadora? Absolutamente ninguna.

—Se les llama feminazis— Responde alguien en las propias redes, —a las mujeres que llevan al extremo el feminismo, que cometen actos vandálicos y que pretenden que las mujeres dominen sobre los hombres—. Ante esta respuesta, se me ocurre a la vez contra-argumentar ¿qué entendemos por “actos vandálicos”?, ¿Qué sería más nocivo, por ejemplo, entre “vandalizar” el antimonumento ubicado sobre Paseo de la Reforma, que conmemora la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, con pintas como “somos más de 43” o “Yo no soy 43” y la propia omisión implícita en el hecho de que, ante la desaparición de 43 estudiantes normalistas, se realice todo un movimiento (que aplaudo y al que me sumo, desde luego, y prueba de ello es que en mi perfil de Fb, el logo de los 43 se mantiene casi desde aquel día funesto de septiembre de 2014), pero las constantes desapariciones de cientos y miles de mujeres, a lo largo y ancho de la República Mexicana no generen más que una nota esporádica que se pierde entre las alzas del dólar y anuncios de contingencia ambiental? Más aún; si se dice que el feminismo promueve la reflexión sobre las relaciones de poder entre mujeres y hombres, con el fin de alcanzar la equidad ¿Puede alguien que, atentando contra el concepto de equidad, busca imponer una supuesta supremacía de las mujeres sobre los varones, llamarse feminista? Me parece que la respuesta es claramente no. Más aún; si lo que dichas mujeres proponen no es más que un hembrismo ¿Por qué mejor no acuñar el término “hembrinazi”, más cercano quizás al de “machinazi”, más no equivalente, porque a diferencia de estos, las hembrinazis no violan, torturan, asesinan ni desaparecen a sus víctimas, además de que no existe para ellas, como para ellos, un aparato social y jurídico que minimice dichas acciones, que las naturalice y que promueva su impunidad? Pareciera entonces, que la expresión “feminazi” se usa para designar a “la otra”, “la que no es como yo” y con la que no puedo empatizar (ya lo dijo de Beauvoir).

Cierto es que existen, como en todo movimiento, feministas (o pseudo feministas) más violentas que otras, más enojadas y más “radicales” (entrecomillo porque dicho adjetivo se emplea como un peyorativo sinónimo de violentas, cuando en realidad refiere a “las que van a la raíz” y en este sentido, ojalá todas, todos y todes fuéramos más radicales ante problemas fundamentales), pero como no soy partidaria de la generación espontánea, me pregunto ¿de dónde viene ese enojo? ¿De dónde esa violencia? ¿Tendríamos, a la manera de la psiquiatría, que atribuirle un origen clínico? ¿Habría que buscar el “gen hembrinazi”? ¿Recurrir a la frenología? ¿Acuñar para el DSM VII el Trastorno por Hembrismo Recurrente, THR, prescribiendo la respectiva pastillita fabricada por los más prestigiosos laboratorios gringos?

Quien observa los movimientos feministas, claramente elige tomar partido basándose en criterios para nada aleatorios. Así, quien durante una manifestación de cientos de mujeres que marchan pacíficamente en pro de una reivindicación específica, prefiere ver y tomar como representativa de todo el acto, la acción de 5 o 10 mujeres insultando a un hombre o rayando el antimonumento de los 43, claramente está tomando una postura ideológico-política afín con su criterio y subjetividad; criterio y subjetividad que surgen de una resistencia consciente (o inconsciente, para entrar en tema del psicoanálisis) ante lo que el feminismo les evoca. En muchas ocasiones, quienes critican lo hacen sin contexto, sin conocimiento de causa, sin haber leído lo que el feminismo propone y, en caso de haberlo leído, hacerlo más para refutar que para comprender.

De tal suerte, resulta que el enojo y la frustración que muchas feministas experimentan y que en algunos (y sólo en algunos) casos se traduce en actos violentos, derivan de la hostilidad con que son recibidas sus demandas. Derivan de esa resistencia consciente o inconsciente que otros tienen para escucharlas y por ende, justo de ese sistema que hace imposible el hembrinazismo como paradigma, pero viable y operante al machinazismo. Proviene del no tener siquiera un antimonumento en Paseo de la Reforma. Proviene de la inexistencia de un movimiento nacional en pro de las mujeres desaparecidas y violentadas, como lo hay de los 43 normalistas. No es estar contra lo otro, sino simplemente denunciar que lo otro (y el Otro) no está a nuestro favor; con nosotras y nuestras muertas. ¿Quién asestaría entonces el primer golpe y qué respuesta se espera ante quien no escucha, sino que se le hable con más fuerza?

En el título de la presente reflexión, me permití acuñar el término “psicoanalinazi”, a riesgo de incurrir en un absurdo como el ya señalado y, como habré de exponer, sin que exista ninguna relación entre los vocablos puestos en forzadísima relación, debido a que, durante mucho tiempo he venido leyendo, también fundamentalmente en redes sociales, diversas expresiones francamente hostiles contra el psicoanálisis. Si éstas tuvieran fundamento, serían excelentes oportunidades para la autocrítica y de hecho, no son pocas las veces que en lo personal, leyendo a otras personas, me cuestiono mis propias ideas y me siento enriquecida por ello. Sin embargo, tristemente veo que, como en el caso del feminismo, el psicoanálisis es objeto de críticas infundadas, derivadas, tanto de la opinión desinformada, como de lecturas someras que no tienen más objeto que la refutación a priori. En más de una ocasión, leer una opinión desinformada o descontextualizada sobre el psicoanálisis, me ha llevado a participar en las conversaciones desde la contra-argumentación, generando con ello molestia o indiferencia, pero muy rara vez diálogo y retroalimentación. Mi sensación es la de la niña que, viendo a otros jugar, saca entusiasta sus juguetes, pero no puede sumarse al juego, porque los suyos no son artículos de la marca de moda o a la que se le dice: “Tú no juegas. Esto es cosa de hombres”. Ante esto, en repetidas ocasiones me pregunto ¿qué es lo que debería hacer? ¿Simplemente renunciar, buscar espacios y personas que compartan las mismas inquietudes y restringirme exclusivamente a estos vínculos? ¿Sumarme a un gueto para no incomodar?

Feminista y activista comprendo, sin embargo, que lo que no se nombra no existe y lo que no se debate se tiene como verdad. Entre las personas a las que pude haber incomodado, se hallan algunas que me resultan brillantes, admirables, entrañables y de quienes sería una pena simplemente tomar distancia. Por otra parte, estoy convencida de que, pese a su prejuicio, el psicoanálisis es una herramienta invaluable para pensar los graves problemas que a eses mismas personas les preocupan. Considero entonces que vale la pena combatir con diálogo el estigma, argumentar y proponer; hablar a riesgo de no ser escuchada y seguir hablando so pena de ser tenida por terrorista.

Entre los mitos que más se esgrimen contra el psicoanálisis, está su supuesta tendencia a la patologización. Se olvida (y a menudo se ignora) que en sus “Estudios sobre la Histeria”, en coautoría con Breuer, Freud establece que la histeria no tiene origen en el útero, esto es, orgánico, sino en la represión, entendida esta como un mecanismo de defensa con relación a la castración; un origen psíquico anclado en lo social para un padecimiento somático, pero que además proviene de la ya citada represión, la cual, según Freud, es constituyente de la cultura. Freud desde sus inicios, contraviene la idea de que la histeria es un padecimiento exclusivo de las mujeres y deja a saber que, si las mujeres son más propensas a la histeria, es precisamente porque se ven más compelidas a la represión.

Siguiendo este mismo orden de ideas, si Freud pone en tela de juicio el origen orgánico y neurológico de diversas supuestas enfermedades, pone también en entredicho el propio concepto de patología. Freud propone, ya lo dijimos, a la castración (la falta) como el momento constituyente de la cultura y a las estructuras psíquicas, no como meras categorías clínicas o patologías, sino como epistemologías, esto es, formas de relacionarse con el mundo. Así, todes y cada une de les seres humanes nos podemos ubicar, ya en la neurosis, en la perversión o en la psicosis, dependiendo de nuestra relación con la castración (Lacan, en su retorno a Freud ubica como mecanismos: de la neurosis la negación, de la perversión la denegación y de la psicosis la forclusión (recusación o preclusión, dependiendo de quien traduzca). De esto deriva ¿qué ocurre con la patología si todos estamos inmersos en ella? Claramente tal concepto deja de tener sentido como criterio de exclusión, en una clara distancia y crítica del discurso psiquiátrico y como elemento de normalización; si la Ley no es universal y sempiterna, no está escrita por la mano de Dios, sino por convención social, entonces pierde su calidad de absoluto y es posible deconstruirla.

El psicoanálisis, lo mismo como epistemología, que como método clínico, es claramente negativista, esto es, a diferencia del positivismo, identifica que la llamada objetividad y distancia del observador con relación a lo observado no puede estar libre de subjetividad, y que el observador siempre incide en lo que observa. Por ello, no sólo se abstiene del diagnóstico (a menudo, cuando debe preparar un reporte clínico, se enfoca más en lo que no halla, por ejemplo, psicosis, que en lo que sí pudiera observar), sino que se vale del llamado silencio analítico, bajo el cual, es el paciente (analizante en términos psicoanalíticos, elemento activo de su propio proceso de cura) quien se encarga, con base en su propio dicho, de su propia deconstrucción.

El psicoanálisis, más que una psicología, es una teoría científica (sí, científica. El debate es tan extenso con relación a si el psicoanálisis es o no una ciencia que, a la manera de Michael Ende, tendremos que decir: “pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión”) del inconsciente, por lo que, lejos de tener afanes de normalización, evidencia el propio mecanismo social normalizador (“El deseo es el deseo de El Otro”, dice Lacan) que, si bien es, ya se dijo, inconsciente, es perfectamente cuestionable y deconstruible. Para Freud era indispensable hallar la psicogénesis de la homosexualidad, pero también de las diversas formas de ser hombre o ser mujer (“LA Mujer no existe”, dice Lacan), porque concibe dichos conceptos como más complejos e incluso distintos que la mera genitalidad. También se interesa por la psicogénesis de la propia heterosexualidad (“No hay relación sexual, dice Lacan). De esto se desprende que, más que patologización, existe interés científico por las múltiples formas en que se constituye lo humano.

Freud afirmó “Donde Ello era, Yo debe advenir”, dando lugar a que sea la conciencia quien esclarezca y asuma la pulsión. Esto a su vez nos lleva al llamado Fin del análisis; aunque se dice con razón que la finalidad de éste es el análisis mismo, debe orientarse invariablemente hacia la cura, entendida en su raíz etimológica “curare”, “hacerse cargo”. Dicho con un ejemplo simple, que si se esclarece que la angustia de una persona homosexual deriva de la presión social por enmarcarlo en la normativa heterosexista, entonces tendría que hacerse cargo de su propia homosexualidad, sin depender de una condición clínica y/o genética para justificarla, sino reivindicando su y sólo Su propio deseo, bajo una ética no normativa, asumiéndola, así como a todas las consecuencias que de ello deriven, las cuales también habrán de ser igual y meticulosamente dilucidadas. ¿Existe algo más libertario que esto? Mi opinión personal es una negativa categórica.

Ante el universo de informaciones tan propio de nuestra época, también existe, como en el caso del feminismo, una decisión personal en elegir, de entre un corpus, aquello que se preste para reforzar nuestras propias creencias. Desde luego que hay autores, autoproclamados psicoanalistas que rompiendo con los postulados psicoanalíticos, incurren en diagnósticos y afanes patologizantes-normativos. Sin embargo, como en el caso de las hembristas ¿basta con que se llamen psicoanalistas y que utilicen algunos conceptos del psicoanálisis para que lo sean, aun contraviniendo sus presupuestos básicos? La opinión personal de quien escribe es que no.

Negativista, ya lo dije, la mayor virtud del psicoanálisis estiba menos en lo que afirma (y no es que esto no sea importante), que en lo que pone en entredicho. Como un constructo científico, el psicoanálisis es una lente (una “lenteja”, dice Lacan) que nos sirve para aproximarnos a la reflexión sistemática sobre lo humano. Como ninguna otra, aún las llamadas “duras”, no es una ciencia acabada, sino que se halla en constante diálogo transubjetivo. ¿Acaso existe mayor signo de salud, dinámica, utilidad y vida? De nueva cuenta he de responder negativamente.

De tal suerte, feministas y psicoanalistas, buscamos arrancarnos el epíteto de “nazis”. No buscamos encarnar el estereotipo de la violencia normalizada, sino el de seres pensantes, hablantes, capaces de aportar nuestras propias herramientas en la construcción colectiva de una nueva y mejor humanidad.

jueves, 19 de marzo de 2015

¿Te ha pasado en el ISSSTE? El Imperio de los Idiotas


En una mesa redonda sobre Psicoanálisis, impartida en mi adorada Facultad de Psicología de la UNAM, el Dr Carlos Fernández Gaos, señalaba la paradoja de haber trascendido la época de “El malestar de la Cultura”, a lo que hoy podemos identificar como “El Bienestar en la Incultura”. Ni siquiera es necesario asomarnos a la escena de la macropolítica, en la que la estupidez cabalga sobre la silla presidencial, ni detenernos a leer los supuestos lapsus que, funcionarios (la más de las veces, de magro nivel, pero incluso de los más altos) regodeantes en la más supina idiotez publican sandeces en sus redes sociales, con la vana y pendeja esperanza de convertirse en trending topic y, si acaso fuera posible, ganarse el mote de “ladypendejamásgrandedelejido”.

La idiotez inconmensurable que quiero aquí denunciar es mucho más cotidiana, más de a pie, pero ni por mucho, menos sutil. La vivimos todos los días y corremos en consecuencia el riesgo (si no es que lo hemos hecho ya) de acostumbrarnos a ella. Inventamos bromas irónicas y mascullamos inconformidad, pero lo cierto es que esa clase de imbecilidad florece y extiende sus raíces en medio de la complacencia que sólo puede derivar de la pasividad.

El pasado mes de noviembre (de 2014) le diagnosticaron a mi madre, cataratas en ambos ojos y, de acuerdo al procedimiento, era indispensable tramitar una cita en el ISSSTE, a través de la clínica Ignacio Chávez, ubicada en la calle de Oriental #10, colonia Alianza Popular, Tlalpan, para que fuera canalizada al servicio de oftalmología, donde sería valorada de cara a una eventual, más que probable cirugía. El trámite se realizó en tiempo y forma a principios de diciembre y nos dijeron que a mediados o a fines del mismo mes tendríamos respuesta. Acudimos en dicho tiempo y nos dijeron en la ventanilla que aún no estaba listo el trámite, que era normal el retraso, porque el volumen de solicitudes era muy grande y que simplemente había que esperar. Quien escribe comprendió perfectamente la situación y, aunque a nadie le gusta esperar, consideró que era necesario tener paciencia.

Las cosas empezaron a tensarse luego de que en la visita a mediados de enero… y a fines… y a principios, mediados y fines de febrero recibiera idéntica respuesta. Por fin, ya un poco (mucho) desesperada, decidí preguntar a la mujer de la ventanilla (ahora sé que se llama María de los Ángeles Gudiño Morales) con toda franqueza cuál era la situación.

—Disculpe— Dije con toda amabilidad. —Pero no puedo estar viniendo cada semana para hacer fila y preguntar por un trámite que nunca se completa. Yo trabajo ¿sabe? Y necesito desatender mis actividades para venir. Quisiera saber más o menos para cuándo podré tener una respuesta. Dígame por favor ¿15 días? ¿Un mes? ¿3 meses? Sólo dígamelo por favor para tenerlo en cuenta—.

Doña María de los Ángeles, mujer de avanzada edad y aire indolente, se dignó levantar la cara de entre los papeles que fingía (asumo que fingía porque muchas otras personas estaban en la fila compartiendo mi sensación de impotencia) revisar y me dijo:

—Usted puede venir cuando quiera… o no venir. Hacer lo que mejor le parezca, pero la cita no está y no sé cuándo estará—.

De nada valieron mis quejas. La mujer no volvió a levantar la vista ni a dirigirme la palabra.

Acostumbrada como estoy a levantar la voz y hacerme escuchar, a veces de maneras francamente histriónicas, pensé que a lo mejor era necesario tener un poco más de paciencia. ¿O es que acaso no es insensato… imbécil explotar a las primeras de cambio? ¿No es acaso más razonable esperar, tranquilizarse y simplemente actuar con ecuanimidad? La siguiente vez pedí a mi hijo que fuera a realizar el trámite por mí y él con gusto acudió. En lugar de la señora María de los Ángeles se hallaba otra mujer. Al parecer la titular se había enfermado (y seguramente fue muy bien atendida en el ISSSTE) dejando a una improvisada en su lugar. Dicha improvisada le dio a mi hijo la misma respuesta, pero además, se quedó con su comprobante. No acostumbrado a esas situaciones, mi hijo no le dio importancia a la cuestión… hasta que fue necesario volver, al cabo de 15 días más, para saber si ya estaba lista la dichosa cita. En esta ocasión, doña María de los Ángeles Gudiño Morales ya estaba de regreso y lo primero que solicitó fue el mentado comprobante. Cuando mi hijo le dijo que no lo tenía, respondió que necesitaba la clave porque ella no iba a revisar entre el montón de expedientes (como si no fuera su trabajo) hasta encontrar el de mi madre. Mi hijo se ofreció a ayudar, pero la respuesta fue la misma y entonces optó por acudir a la coordinación de la clínica con la esperanza de hallar apoyo y ahí, se encontró cara a cara con una realidad absurda, estúpida, pero desgraciadamente endémica, omnipresente en nuestra sociedad: El coordinador, con esa impotencia que sólo puede ser hija de la incompetencia, simplemente giraba y fingía interesarse en la lluvia de quejas que se volcaban sobre él. Escuchaba gritos, súplicas, razones elocuentes y se limitaba a afirmar que no estaba autorizado para tal y cual cosa.

—Yo tengo 3 años esperando mi cita a cirugía— le dijo una mujer resignada a mi hijo y, cuando él me lo contó, decidí que era un abismo demasiado profundo para fingir que nada pasa, para acostumbrarme a él, para ser una más entre tantas voces que simplemente se pierden en el vacío, en espera de una respuesta que, por simple ego imbécil, por ineptitud y estrechez mental disfrazada de autocomplacencia, no va a llegar jamás.
Por eso escribo esto como primer paso antes de tomar otras acciones. ¿Te ha pasado a ti? ¿Has preferido renunciar que reivindicar tu derecho? ¿Piensas que no hay nada que hacer? Te tengo en consecuencia, como suele decirse, “una buena y otra mala”:

La mala es que tú… Sí, tú, tú, tú, tú los has hecho posibles. Parásitos como esos sólo pueden proliferar frente a la pasividad.

La buena es que tú puedes terminar con ellos y lo único que hace falta es que nos pongamos de acuerdo. Vamos a hacer ruido, vamos a poner una queja al Dr. David Escobedo Herrera. (Él era director de la clínica en 2012), o quien se haya quedado en su lugar, con copia para la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Vamos a buscar espacios en radio, televisión u otros medios solidarios; vamos a organizar un plantón, vamos a generar otros escritos como este y vamos a desnudar la incompetencia. Que todos los vean en su ineptitud. Que sus hijos y nietos digan: A esa que están tachando de imbécil y de negligente ¿eres tú abuelita? Ese que no sabe, no quiere o no puede resolver sus responsabilidades ¿Eres tú, papá?
Quién puede imaginar, o peor aún, tolerar que le tarden una cita para cirugía tres años… ¡¡Tres putos años!! ¿No será acaso que algo muy, pero muy grave se entraña en el hecho de pensarlo como “normal”? ¿No será que hemos perdido algo de vital importancia para nuestra propia dignidad? Hagamos algo, porque esto, como tantas otras cosas que ocurren en el país, simplemente no puede ser normal: El imperio de los idiotas.