A partir de ese día, coincidimos diario; él me miraba, yo sonreía y lo saludaba del mismo modo. Un buen día, después de lo que ya era un ritual (luego de dos semanas más o menos) lo escuché silbarme de una manera francamente grosera; volteé a mirarlo con franca sorpresa y él me hizo una mueca con la boca, un chasquido con la lengua francamente soez.
¿Cómo describo lo que pasó por mi cabeza en los segundos siguientes? Una sorpresa pasmosa... asco..., vergüenza; enojo con él..., decepción y, por último, enojo conmigo misma por haber sentido ternurita ante un viejo cochino. Me di la vuelta muy enojada y no lo volví a mirar a la cara.
Él sigue pasando cerca de mi oficina y jalando su carrito destartalado. Yo paso de largo fingiendo no mirarlo, aunque de reojo noto que no me pierde de vista. Lo peor es que, grandota y guerrera como soy (¡¡Ericka, ¡¡cómo te vas a poner al tú por tú con un pinche viejito!!), prefiero rodear o cruzar del otro lado de la acera, antes que a su lado. Ahí donde todos lo ven, pequeño y encorvado, ha logrado ganarme con dolo, unos cuantos metros de valiosísimo espacio público.
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