lunes, 28 de junio de 2010

BEATRIZ Y NUESTRO PRECIADO… ESPACIO

Finalmente y luego de darle muchas vueltas al asunto, decidí que podría ser novedoso, interesante y hasta divertido acudir a la presentación que la filósofa española Beatriz Preciado, haría de su libro Pornotopía, en el Centro Cultural España de esta Ciudad de México. Luego de haber dedicado varios años de mi vida al activismo y de tener mediano roce con la comunicad académica en temas de feminismo, teoría queer y diversidad sexogenérica entre otros, después de haberme autoexiliado de ellos con mi correspondiente episodio histérico y toda la cosa, era de esperarse que me encontrara algo desencanchada y llevaba asumida de antemano la posibilidad de convertirme en la clásica bobita (o bobito, que los hay en igual proporción) que, en una conferencia, acostumbra poner cara de interés, sin importar que sea evidente que no ha entendido ni madres (o ni padres ¿Por qué no?).
Ya entrada en el tema de las bobeses asumidas, me siento con la plena confianza de decir que mucho de lo expuesto por Preciado, me resultó, en efecto, novedoso a tal grado que me vi en la necesidad de tomar notas a toda velocidad para después, en la comodidad de mi hogar, desahogar mi ignorancia supina preguntándole al omnisapiente dios Wiki, sobre un creciente número de conceptos y palabrejas intelectualosas. No obstante, hubo cosas que, aunque no estoy absolutamente convencida de haber comprendido a cabalidad, me hicieron eco, penetraron en mi cabeza con la fuerza de una broca para concreto y justamente eso motiva que me ponga hoy, aquí, frente al teclado, en un intento medianamente organizado de exorcizar todas esas voces de mi cabeza.
Pornotopía es, según dijo la autora, y según le entendí porque, peleada como estoy con la academia, me abstuve de comprar el libro, una profunda reflexión filosófica, sociológica y hasta arquitectónica, acerca del impacto social que ha tenido la revista Playboy, sobre las culturas occidentalizadas desde que a un sujeto llamado Hugh Hefner, se le ocurriera publicarla por primera vez, en 1953 en Estados Unidos. Preciado nos puso en conocimiento de que este lanzamiento corresponde con el principio de la llamada guerra fría y que el antecedente directo, por supuesto, es la segunda guerra mundial. Sostuvo que durante los años más cruentos de este movimiento armado, la gran mayoría de los hombres, en muchas partes de Estados Unidos, tuvieron que enlistarse y viajar a Europa o al Pacífico para formar parte de su ejército. Ello motivó que las mujeres ocuparan, como nunca antes, un papel preponderante en la vida social y económica del país hasta llegar a convertirse en las nuevas pobladoras dominantes del espacio público estadounidense, lo cuál representó a su vez, una profunda transgresión por parte de las mujeres, de su espacio socialmente limitado hasta entonces, al ámbito doméstico. La creación de la revista Playboy, supone para Hefner, un vehículo para la recuperación masculina del espacio, ya no sólo público, sino incluso privado. El varón volvía así triunfante de la guerra para tomar posesión absoluta de su espacio, plasmado en la Playboy a través de elaborados diseños arquitectónicos interiores y exteriores, donde las mujeres eran parte fundamental de esa exquisita decoración. Explicó que, aunque los desnudos femeninos contenidos en esa revista eran, sobre todo en sus primeros años, un tanto ingenuos y cándidos, plasmaban y plasman un claro mensaje de uso y desuso de las “mujeres-objeto”, pero sobre todo, sobre un encarnizado y desigual avasallamiento territorial, un absoluto dominio masculino sobre todo el espacio, una auténtica política machista de expansionismo y supresión social.
Cuando salí, bastante impactada por cierto, me quedé pensando en todos y cada uno de mis conflictos habituales relacionados con los varones. Me di cuenta, a riesgo, por supuesto de no poder ostentar la patente de eso que llaman hilo negro, de que en efecto, mi lucha personal era una especie de guerrilla urbana buscando recuperar la mayor cantidad posible de un espacio vital que todo mundo me reconoce, desde luego, pero que nadie o casi nadie se compromete con respetar.
Por principio de cuentas, hablaré del transporte público donde, por lo menos una vez al día (y, por desgracia, a veces hasta tres o cuatro) sostengo, desde una acalorada discusión, hasta un violento soliloquio dirigido a varones que se han sentido con el derecho que sus sacrosantas gónadas les confieren, para invadir los espacios exclusivos para mujeres. ¿Qué decir por ejemplo, del clásico sujeto que se sienta con las piernas tan abiertas, que diríase que tiene cáncer de testículo o está en plena labor de parto, invadiendo con ello buena parte de los asientos que a sus costados ocupan un par de resignadas e incómodas mujeres, por supuesto, con las piernas totalmente cerradas… ¡¡Comprimidas!!? ¿Y qué del personaje que se hace el dormido para no ceder el asiento a la ancianita, al minusválido, a la mujer embarazada o con bebé en brazos, sin importar que esté ocupando un lugar expresamente reservado para ellas y ellos? ¿Qué podemos decir sobre el macho que, en lugar de pedirte permiso para pasar, te desplaza con un empellón para bajar a toda prisa porque, por venir fingiendo un profundo sueño, ya se pasó dos cuadras? ¿Qué onda con el que te agarra las nalgas y finge demencia? ¿Y al que le vale padres que vengas leyendo o escuchando tu ipod y decide abordarte con un cliché de pésimo gusto porque ha decidido conquistarte? Y cuando, una vez que has descendido del metro o del autobús, qué onda con los que te silban una y otra vez, o con el que al pasar junto a ti, te susurra algo que no entiendes, pero que sin duda, a juzgar por su mirada torva, es una proposición sexual, o con aquel que, si tienes el mal tino de mirar, aunque sea de reojo por pura inercia, se siente irresistible objeto de tus más lúbricas fantasías. ¿Te has sorprendido a ti misma pasando con la mirada gacha frente a uno o varios hombres, según tú, con el fin de no enviar el mensaje equivocado? ¿Será que ese simple e inocente gesto representa mucho más que eso: una manifestación de sumisión introyectada, como la que se expresa de la misma forma hacia un amo?
Esta y muchas otras partes de nuestra cotidianidad (Y conste que no me he referido a las formas más conocidas de violencia, ni a la inequidad social, laboral y económica, tan claras, contundentes y penosamente presentes en nuestras sociedades) me hacen pensar que Preciado tiene razón; enfrentamos una total invasión, una absoluta afrenta contra nuestro espacio vital. Sin ánimo de generalizar, porque siempre habrá uno o muchos hombres que digan, probablemente con mucha razón: “Yo no soy de esos” y a quienes, en tal caso, habría que felicitar encarecidamente, pero en todo caso no estaría de más invitarles a la reflexión sobre qué tanto, de forma inconsciente, incurren en estas u otras conductas expansionistas. Propondría además que las mujeres reflexionáramos en qué tanto nos volvemos cómplices al bajar los ojos, al no decirle al invasor que cierre un poco sus piernas, o que se pase para atrás, a la zona permitida para hombres, o al no hacer evidente y denunciar cualquier forma de acoso, pero sobre todo, al perpetuar estas conductas validándolas para nuestros hijos, padres, parejas (en caso de las que se relacionen con hombres, por supuesto) hermanos, amigos, jefes, subalternos, compañeros, vecinos y hasta enemigos. Soy una ferviente convencida del poder de las palabras y es por eso que hoy me permito compartir este rollito, no con el afán de declarar la guerra y no responder chipote con sangre, sino con la (según yo) sana intención de no dar estos temas por asumidos y echarle una revisadita crítica a la forma en que mujeres y hombres establecemos relaciones de poder y sumisión, seguramente sin darnos cuenta.

Ahora que lo pienso con más calma ¿Por qué chingados no habré comprado el libro?

Besos y abraxos.

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