martes, 16 de septiembre de 2008

Pretérito Fantasma

Ay de la memoria. A veces, aún hoy, luego de rebasar el último umbral en las distancias, no puedo evitar preguntarme dónde reside esa percepción de que el mundo carece de tiempo. Por qué, si la dejamos, nos lleva a vivir en el pasado, en una especie de múltiples presentes eternos que, a manera de espejos, confunden el hoy con numerosos ayeres travestidos. La memoria, ahora lo sé, es el afán de los momentos muertos por regresar de ultratumba, acaso, y la más de las veces, para cobrar venganza a nombre de los destinos burlados. Todavía puedo recordar con la frescura de recién acontecida, la historia de mi más negra desesperanza. Sea pues, hoy contada para ustedes. Puedo rememorar el frío que calaba como garra de ausencia mi desnudo espíritu, aterido y desesperado. Llego a casa y noto que ahí sólo impera la soledad. Nadie hay que me espere, nadie que acompañe. Mi madre y hermana debieron salir como siempre, y como siempre, son una eterna ausencia susceptible de excepción que, sin embargo, hoy prevalece. Mi cuerpo arde en fiebre a pesar de que la noche amenaza con helada. Nada hay que confunda tanto como llevar tea en las venas y en el alma, glaciar. Mi cabeza estalla en un dolor que me abstiene de cualquier otro pensamiento, incluso de la intención de gritar. Tiemblo incontenible, lastimosa e intensamente. Me dirijo a mi habitación buscando lo que sé, es el único remedio al malestar que sádico me aqueja. Mi respiración es agitada. Voy al cajón y, jadeando, tomo la hipodérmica, la liga y la mágica sustancia capaz de brindar sosiego a mis venas que claman por su ausencia. Mis movimientos son frenéticos, desesperados. Cierro los ojos al sentir la aguja penetrar directo al antebrazo y percibo la invasión líquida directo sobre mi torrente sanguíneo. Busco paz, pero algo no ha salido bien ésta noche. El calor corporal aumenta incontrolable, aunque mi soledad es más gélida a cada momento. Corro, me desespero y noto que mi habitación ha tornado en cuarto menguante. Siento su punzada lacerando mi distancia, mi espacio, mi ansia de libertad. Corro a la ventana. Abro las hojas del balcón para permitir el arribo de la noche. La seduzco, le invito a venir como lo haría con una amante idolatrada, pero ella se resiste y muestra su grandeza. Quiero ir, soy yo quien decide permitirse transgredir espacio ajeno. Desespero por el encuentro con la libertad y solamente pienso en ser parte de aquel cuadro plagado de estrellas. Abro los brazos y siento que mi corazón es el lucero pródigo de que adolece el firmamento, mientras que yo, soy el vacío, el pesado lastre de mis propios deseos. De nuevo soy consciente del ardor que me abraza, de nueva cuenta mi mundo se reduce a un inclemente dolor de cabeza. Me alejo del balcón y enfrento mi temor al claustro. Soy todo dolor y giro, giro, giro sobre el eje de mi desesperanza. Ardo y quiero mitigar este sofoco. Me desprendo de toda mi ropa. Quién pudiera arrancarse la piel misma cuando el cuerpo incandesce en furia bajo el imperio de la fiebre. No lo pienso más, me dirijo a la ventana y salto deseando elevarme, buscando ser ángel, parte de aquel espacio estrellado. Quiero transmutar en estrella, cubrirme de luz... estrellarme, estrellarme, estrellarme…

Me siento caer, me alejo, raudo de la inmensidad que ansío. Escucho el golpe de mi cuerpo, seco contra el pavimento de la acera y ya no ardo más, sino me hielo, mientras este dolor absoluto, inmitigable, tiñe de rojo mi conciencia. No puedo ver lo que sucede alrededor de mí, porque me duelo, pero sé, me doy cuenta que mi cuerpo no se dibuja contra la faz nocturna de la elevación, pero sí, como un macabro escollo de banqueta. Soy ahora una tragedia que se exhibe para que todos la vean. ¡Me he estrellado! Escucho voces, gritos de miedo y de sorpresa. ¿No saben de mi dolor? Mi nueva sensación es de intenso frío. No quiero escuchar, el dolor en mi cabeza me perturba ¿No lo saben? ¿No lo ven? El viento de las 4:00 de la mañana me azota con rabia, pero ya no me estremezco. Mis ojos fijos contemplan impotentes la inmensidad del cielo, rogando venga y me recoja. Nada sucede, el cielo decide no apiadarse de esta miseria que soy y escojo abandonarme al sino. De pronto el mundo se torna en blanco. Alguien ha colocado una sábana sobre mí, para cubrir mi obscena desnudez ¿Acaso mi escena brutal de muerte? Noto murmullos. Seguro que la ambulancia no tarda en venir por mí. Pronto percibo la sirena y me doy cuenta de que alguien me recoge. Sin embargo, me ocurre algo extraño. Me incorporo y de nuevo miro la calle iluminada por influjo eléctrico. Observo a los curiosos y a los paramédicos colocando un bulto dentro de la ambulancia. Me adivino en él y grito:

—Hey, estoy aquí, no me han levantado completo. Que me quedo. No se lleven eso. Tengo frío. Se siente tan helado cuando te han amputado la piel—.

Nadie me escucha, empero. Se marcha la ambulancia calle abajo y los curiosos se dispersan. Hay tanto que hacer por la mañana ¿para qué perder el tiempo? Me quedo solo, desnudo y terriblemente dolorido en medio del ocaso, con el filo aún distante de la madrugada a mis espaldas. Sin nada que hacer, sin más decisión que tomar, opto por volver a casa. Arrastro los pasos, pero tengo la sensación extraña de no estar donde me pienso. Me llevo las manos a la cara. Sollozo hasta caer rendido al sueño o... No sé, algo similar, pero distinto. Mi conciencia, lo que soy, se diluye con la ligereza de un sueño justo cuando los albores se dibujan iluminando mi ventana.

Aquí estoy de nuevo, preso del dolor y el frío. Mi casa está llena de gente, pero luce más sombría que nunca. ¿Seré yo acaso quien todo lo ve en penumbra? Ahí está mamá y más allá, Estela, mi hermana menor. Distingo entre la multitud a mis amigos y gente conocida, pero siento vergüenza de mi ridícula desnudez, de mi dolor. No quiero que me vean, tengo claro que cuchichearon sobre mi salto todo el día y no quiero ser el blanco de las miradas indiscretas, de las acusaciones tácitas, como la vez en que, borracho, me lié a golpes con el vecino del 13. Tengo miedo, tiemblo, duelo. Me arrodillo buscando consuelo de frente al crucifijo de mi devoción y, con un hálito de voz helada, con los ojos cerrados, con una desesperación que me roba el aliento, clamo al cielo:

"Dios te salve María. Llena eres de gracia El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres Y bendito sea el fruto de tu vientre: -De pronto mi oración se mezcla con otras voces, salidas quién sabe de dónde- Jesús. Santa María, madre de Dios. Ruega señora por nosotros los pecadores, hora y en la hora de nuestra muerte, amen. Dios te..."

—¡Ya! ¡Ya no más! ¡Ya no más!—.

Lloro, sollozo y grito con la fuerza de mi miedo y las voces cesan. Los rostros incrédulos se miran como buscando la confirmación de que todos escucharon lo mismo. Yo callo, estoy más asustado que nunca. Los concurrentes se despiden nerviosos y en casa finalmente sólo se queda mi familia. Ambas están nerviosas, dolientes, fatigadas, pero ninguna duerme. Resguardan el féretro que está en mitad de la sala y yo las miro llorar en silencio. Quiero acompañarlas, pero sé que hoy lo último que quieren es sentir cercana mi presencia. Vuelvo al cabo de un tiempo, lentamente, sin desearlo y casi sin percibirlo, a la bruma, de donde debí venir.

¡Qué vacío se está quedando el pasillo que lleva a mi departamento! La gente sube deprisa a los pisos siguientes. Lo saltarían si les fuera posible. ¡Y qué solas se están quedando mi mamá y Estela! ¡Qué calladas! Yo rondo en silencio, protegiéndolas, buscando su compañía, pero pretendiendo no darme a notar. Velo sus sueños sin atreverme a cruzar el umbral de sus dormitorios. Estela no duerme esta noche; me topo con su puerta entreabierta y noto que la está mirando. De pronto se sobresalta y llora, grita desesperada y enciende la luz. Yo corro, aterrado, alejándome de las habitaciones. Pareciera que... Sí... que me hubiera visto. Lloro, grito, pero me doy cuenta que me escuchan. Pueden verme y oírme, pero sólo como una figura diáfana, como a una alucinación. Prefiero callar y convertirme en lo que soy; apenas una sombra. Saben que estoy y sé que saben, pero nadie dice nada durante varias noches. Por fin, Estela, estando sola en casa, escucha uno de mis ruidos involuntarios. Tiembla, pero camina decidida en mi búsqueda.

—¿Carlos?— Susurra. —Carlos ¿Estás ahí? ¿Qué quieres? ¿Qué necesitas de nosotras?—.

Avanza lentamente, pero sin retroceder un paso. Abre los ojos hasta casi desorbitar.

—Carlos. Tienes que ir hacia la luz. Ve hacia la luz, hermano. Ve hacia la luz— .

¿Luz? ¿De qué clase de luz me está hablando? Yo sólo sé de oscuridad. No comprendo, quiero que me explique. Ella parece saber más que yo sobre lo que sucede. No puedo evitar traicionar un impulso, me sorprendo a punto de llamarla, pero solo alcanzo a articular una sílaba antes de lograr contenerme:

—Est...—.

Demasiado tarde. Ella me escucha, pierde todo su aplomo para después salir corriendo y gritando de casa. Las siguientes noches son terribles. Ni mi madre ni mi hermana vuelven. Todo el mobiliario de casa ha desaparecido y los huecos de las paredes desnudas son mi recoveco, mi refugio, la prisión de ésta extraña libertad degenerada en que me siento flotar sin más remedio.

Paso las noches vacías llenando con la imaginación los huecos de lo que fue mi vida. De pronto, invento que el departamento se llena de luz y devuelvo la vida a los escenarios. Puedo ver nuevamente la sala iluminada y a mi madre tejiendo sentada en su sofá. Miro a Estela deprisa (Siempre tiene prisa) entrar a su habitación sólo para cambiarse de ropa, y salir, casi sin reparar en nuestra presencia. Todo es como si ocurriera de nuevo. También recreo las tardes de soledad, mis tristezas no compartidas. Vuelvo una y otra vez con la memoria a los días dulces y las tardes aciagas. Siento una mezcolanza extraña entre dulzura y desconsuelo, tal y como en aquellos tiempos. Diríase que vivo ahí, diríase incluso que vivo. El recuerdo es una trampa, no puedo salir. Es como si representara una escena de tragedia una y otra vez, con un dolor añejo rociado por lágrimas jóvenes. ¿Para qué quiere la crueldad servirse de un infierno en llamas, si el recuerdo es una tortura letal? Este dolor, esta añoranza, me muestra el verdadero significado de la palabra "penar". Estoy en pena.

A veces me asomo a la ventana que da al pasillo, desde la cocina y sorprendo miradas atisbando desde los pisos superiores. Sé que los vecinos indiscretos notan mi silueta. Se pasman, aguzan la vista tratando de enfocar y confirmar si es cierto que realmente estoy aquí. Procuro no moverme, y es que, sé que mientras no les conste, me dejarán en paz. En todo este tiempo no he dejado ni un momento de tener frío ni de estremecerme de migraña. Prefiero que me dejen descansar. Algunos niños, durante las primeras horas de algunas noches, se acercan y susurran mi nombre; preguntan si estoy en casa. Los escucho, pero nada respondo. Me aterran, acaso más de lo que yo mismo podría hacer con ellos. Pierdo la noción del tiempo. Pronto, todo el mundo parece olvidarse de mí, pero yo me aburro, enloquezco. Se dice que los seres humanos son (o somos, ya no lo sé) entes sociables y llego a un punto en que ansío contacto. Sin poder contenerme, salgo a buscarlo y me paseo por el pasillo desierto, aguardando con una suerte de morbo similar al de un exhibicionista que espera ser sorprendido en pleno acto de masturbación. Al principio me escondo en arranques de pudor cuando noto que alguien puede mirarme, pero en cierta ocasión percibo llegar a una mujer sola y decido abordarla. Es joven, absolutamente desconocida. Me dejo ver y ella se queda inmóvil, trémula, no alcanza a articular palabra, pero me mira sin parpadear siquiera. Justo en el momento en que quiero hablarle, me percato de que olvidé la lengua. Hay tanto que quiero decir y no encuentro un código que me permita hacerlo. Balbuceo palabras sueltas, tiene que saber de mí al menos lo más apremiante:

—Frío... Dolor... Cabeza—.

Me señalo la herida que se mantiene abierta en la sien. (Otro recuerdo congelado)

—Miedo—.

Ella por fin, como reaccionando a mis palabras, grita, corre con desesperación y llora. Está histérica. Mientras tanto yo regreso a casa. De pronto recupero la conciencia. He actuado mal. Jadeo, lloro con la fuerza de mi desesperación. Qué me importa que los demás me escuchen. Seguro estoy que aquella noche, mi llanto recorrió cada rincón del edificio provocando angustia, pasmando a todos de miedo, flotando, siniestro, como si se tratara de un ángel de calamidad.

Esta noche descubro cosas curiosas dentro del departamento. Lo primero que llamó mi atención fue hallar una veladora encendida en cada ventana, pero lo más significativo es que están por dentro. Alguien entró a colocarlas. Se percibe en el ambiente un aroma a incienso, a parafina. Es casi como el ambiente sacro del templo al que asistía a misa durante mis años de infancia. Aspiro, percibo con delicia. Noto que los pabilos no están muy gastados. No hace mucho que encendieron las velas. Ahora escucho murmullos, como si alguien rezara justo en... en lo que fuera mi habitación. No sé qué hacer. Sentir una presencia extraña, ajena, puede resultar igual de aterrador para ambos lados del espejo cósmico que separa la vida de la muerte. De nuevo siento miedo ante la amenaza de lo desconocido. Abro con sigilo la puerta de mi habitación y atisbo. Una mujer, dentro, está de rodillas pero no ora, más bien, parece que siguiera los pasos de un ritual. Se congela de pronto, parece que ha sentido mi presencia. —En el nombre de mi amada presencia. En el nombre de mi amada presencia— Le escucho decir. No entiendo a qué se refiere, pero sospecho que es una invocación. —Estás aquí— Continúa, exaltada. —Estás aquí— De pronto fija sus negros ojos en mí, se sorprende, pero no se asusta. Yo me paralizo, no sé como reaccionar. Ella comienza a pronunciar conjuros en una lengua extraña y desde su posición en el suelo, danza con mucha lentitud y poca gracia. Antes del salto las mujeres de su tipo me asustaban, pero hoy estoy tan solo, tan ávido de contacto que me olvido de todo lo que no sea esa tabla de salvación. Me acerco y ella deja de bailar. Sin levantarse extiende las manos, como dándome la bienvenida, como si quisiera darme un abrazo. Me detengo a poco más de un metro de la desconocida y nos miramos sin pestañear. Ella encoge los brazos y los cruza sobre su pecho. Se hace un silencio pesado. Odio el silencio; estoy harto de callar. Comienzo a llorar herido por ese vacío de palabras y sin poder contenerme más, lo rompo:

—Miedo... Frío... Dolor... ¡¡Mucho!!—.

Ella parece enternecerse. Hace tanto tiempo que no contemplo una mirada semejante. A veces pienso que todo lo que fue mi vida se dio en una alucinación, en un sueño del que, al despertar, las imágenes se recuerdan desdibujadas, absurdas e incoherentes. La mujer vuelve a tenderme los brazos, pero yo no me muevo.

—Frío... Miedo... Cabeza... Ayyyyyyyyyyy—.

—¿Quién eres?— Pregunta. —¿Desde cuando estás aquí? ¿Cómo sucedió?—

Sé que se refiere al salto, así que señalo hacia el balcón.

—Ventana... Calor...¡ Fiebre!... Caída… ¡¡Mucho dolor!!—.

—¿Por qué no te has ido?— Responde. —¿Por qué no has seguido hacia la luz?—.

¿Otra vez la luz? No sé qué decirle. Entre el dolor y mis recuerdos no he visto nunca más que bruma. Quiero decírselo, pero no sé cómo. Me señalo la herida en la cabeza y, a continuación me abrazo.

—Dolor... Frío... Tanto frío. ¡¡Ayyyyyyyyyy!!— Me encojo, me arrodillo. —Desnudo. Oscuridad.

Ella se levanta y se para frente a mí. Observa mi cabeza herida con la atención de un médico. Me mira de arriba abajo, lentamente, escrutando, pero yo no tengo miedo, casi podría decir que me reconforta. Le agradezco profundamente desde mi silencio.

—¿Por qué gimes?— Dice de pronto con una dulzura que me asombra. —¿Por qué te dueles y atormentas? ¿No te has dado cuenta de que ya no existes?

—Dolor.— Vuelvo a tocarme la cabeza—.

—Pero si ya no hay dolor, ni carne ni heridas. Solamente recuerdas y vives el sueño de lo que fue. Descansa—.

Me confundo. De súbito llega a mí el recuerdo del momento exacto en que veo partir mi cuerpo, vacío de mí, dentro de la ambulancia. ¿Dónde quedó la herida? ¿Dónde la carne? ¿Dónde la frontera de mi existencia? Toco mi sien y descubro que ya no sangra. Quizá he sido yo quien decide hacerla sanar, quien se salva.

—No vives, sólo recuerdas. Te esclavizas en tu propia añoranza. Penas, pero perteneces a tu propia luz. Haz tu luz... Ilumina tu propia senda—.

Súbitamente me doy cuenta. No estoy desnudo, porque no estoy. No percibo el frío, porque nada puedo sentir. Vivo en la penumbra, porque sombra soy. Las sombras no sangran, no se duelen, no conocen de añoranzas; solamente se diluyen con el arribo del alba, tal cual si la luz limpiara hasta el último recoveco de nostalgia. Veo por fin con claridad y, con ello, construyo mi propio escalón de pase directo al cielo.

—Ve a la luz—.

Repite la mujer y ahora todo me queda tan claro.

—Ve a la luz. Encuentra en éste final tu próximo principio—.

Camino para nunca más volver atrás, ni mirar los tiempos idos. La brecha frente a mí presagia un camino sin retorno a donde no quiero volver más. No vivo, ni escucho, ni recuerdo, sólo me fundo con la luz. Camino hacia la luz... Camino hacia la luz... Transmuto por fin en luz... Olvido... Me vuelvo estrella.

Besos y abraxos.

1 comentario:

LobadeCiudad dijo...

UUUUFFFFFFFF
Me has hecho estremecer, me has transportado a escenas de niñez y de adolescencia, a los pasillos de mi propio edificio donde los lamentos subían por las escaleras y arañaban la puerta. He sentido ese frío recorrer mi cuerpo y he vuelto a escuchar palabras sin fondo y sin contexto en mi memoria.
Y eres tú quien a ratos se auto nombra un espíritu básico.
Gracias
Loba